Estamos en el verano de 1919. Faltan cuatro años para que el deporte argentino viva su primer gran momento histórico: la pelea Dempsey-Firpo, de la que el próximo jueves se cumplen 100 años. Hay 80.000 espectadores en el Polo Grounds de Nueva York para ver la pelea del siglo. Argentina se paraliza la noche del 14 de septiembre de 1923. Desde el Palacio Barolo, edificio lujoso recién inaugurado en el centro de Buenos Aires, una multitud se informa de los detalles a través de luces de colores. Será derrota para Firpo pero, a la vez, su pasaje seguro a la gloria eterna. Su caída se convertirá, también, en la primera injusticia con que supuestamente trampearán a nuestros deportistas en competencias internacionales. Tal vez ahí nazca el mito de que siempre nos quieren perjudicar.
Pero volvamos al enero del 19. Los obreros de Talleres Metalúrgicos Pedro Vasena toman el lugar. Exigen reducir la jornada laboral de 11 a 8 horas y un día de descanso semanal. El ejército entra, dispara y mata a cuatro. Los adinerados del país temen más revueltas similares. Entonces organizan su propio ejército, por si las moscas. Los integran nenes bien y empleados de sus campos y mansiones. Les entregan armas para que salgan a castigar a los rebeldes. “Judíos” y “comunistas” que querían transformar al país en cualquier cosa. Hay tiros por las calles. Los barrios de Once y Villa Crespo, principalmente, se convierten en campos de batalla. Empieza la Semana trágica, que dejará un saldo de al menos 100 muertos y 400 heridos.
Entre los adinerados está Félix Bunge, presidente del Buenos Aires Boxing Club, que funcionaba en su casa del barrio de Palermo. Bunge practicaba boxeo, entre otros deportes, y unos años antes había convocado a entrenar a uno de sus empleados, un ladrillero robusto que se llamaba Luis Ángel Firpo. Ahí es cuando nace el Firpo boxeador.
Para el 19, Firpo tiene 24 años (Junín, 11/10/1894) y algunas peleas. A su regreso de combatir en Chile, “Don Félix”, como lo llama, le explica la situación, le dice que está en juego el destino del país y le cuenta que acaban de formar la Liga Patriótica Argentina. El lema es Patria y Orden. Le cuenta que lo necesita para que se integre a uno de los grupos de choque. Firpo y otros convocados por la alta sociedad se juntan en la caballeriza de Bunge. Un cura les da un sermón. Les dice que los huelguistas son enviados del demonio, que hay que “ablandarlos” porque así se les hará un bien. Después bendice a los matones. Y salen hacia los talleres acompañados de desocupados que reemplazarán a los rebeldes.
Cuando llegan a los talleres, empieza el lío. Insultos, piedrazos, golpes y disparos. El ejército mata al primero y la cosa se pone cada vez peor. Tanto que unas horas después, cuando los trabajadores están en el Cementerio de Chacarita prontos a despedir a sus ya cuatro muertos, son atacados de nuevo. Empieza la cacería. Firpo, el futuro héroe del deporte argentino, entra en patota a los conventillos de Once, que en realidad eran propiedad de sus jefes millonarios, y sacan a patadas a sus ocupantes. Primero, porque debían el alquiler; segundo, por comunistas o judíos; y tercero, porque sí.
La anécdota se lee en el libro del economista y escritor Carlos Piñeiro Iñíguez, Luis Ángel Firpo, soy yo (2013, Seix Barral), un ejercicio de ficción en primera persona. Piñeiro Iñiguez reconstruyó la vida de Firpo con material periodístico de archivo. Así es como arma el libro de 241 páginas en el que el boxeador -en sus últimos años- recuerda sus días y los de aquella Argentina.
Hace 100 años
Lo que pasó el 14 de septiembre de 1923 es uno de los temas insoslayables del deporte argentino. Si aún se apela a la injusticia, es porque Dempsey (William Harrison Dempsey, su verdadero nombre), que había derribado al argentino siete veces, cayó de un trompazo fuera del ring poco antes de que terminase el primer round. La creencia popular sostiene que el árbitro Jack Gallagher demoró la cuenta diecisiete segundos. En los registros oficiales, no se llegó a los 10. Sabemos que Dempsey fue ayudado a volver al ring y que ahí no más terminó el round; en el segundo, Dempsey salió a rematar a Firpo. Y lo noqueó.
La vida de Gallagher fue eclipsada por aquella pelea de la que, en rigor, habló todo el mundo. Digamos que él no ayudó a calmar los ánimos. “Si todos los árbitros hicieran como yo, ningún campeonato se iría de los Estados Unidos”, dijo. Lo suspendieron y lo fueron convocando cada vez menos. El tema es que se quedó sin un dólar y con mala fama, que es una combinación a veces trágica. Gallagher se suicidó unos años más tarde. En su entierro había una corona enviada por Firpo.
Dempsey siguió peleando y ganando dinero hasta que perdió una pelea y perdió una fortuna. Se retiró y recorrió el mundo haciendo gala de sus mejores tiempos para sobrevivir. Incluso vino a la Argentina, invitado por su amigo Firpo, a posar con Juan Domingo Perón cuando era presidente.
De Firpo sabemos que se pasó la vida esperando la revancha que no le dieron. Hizo un par de combates más y se dedicó a los negocios. Se convirtió en empresario. Compró campos, abrió concesionarias de autos de lujo, vendió fotos a sus fans y hasta cobró para que lo vean entrenar. Fue un visionario: compró a precios excesivos los derechos audiovisuales de sus peleas. Con el tiempo, y en exhibiciones, recuperó ese dinero. Después de la derrota de aquella Pelea del siglo, El toro salvaje de las pampas hizo exhibiciones internacionales y unos pocos combates. Su fama fue tal que el boxeo, que estaba prohibido en Buenos Aires, fue autorizado y a él le dieron la Licencia Profesional Nro 1. Dempsey no le peleaba y Firpo se olvidó de que era boxeador; cuando se acordó estaba grande y sin preparación física. En junio de 1936 se subió al ring, gordo y con el pantalón alto para que no se le notara tanto la panza, a pelearle al ascendente chileno Arturo Godoy. Firpo terminó noqueado y nunca volvió a pelear. ¡Qué loco! Godoy contaría que Firpo era su ídolo de la infancia y hasta pidió disculpas por noquearlo.
Firpo nunca dejó de codearse con la clase alta argentina. Dueño de 12.000 hectáreas en distintas zonas del país, se compró una casa en lo que hoy es Barrio Parque, una de las zonas más lujosas de Buenos Aires. Allí murió el 7 de agosto de 1960, y con 65 años, víctima del Mal de Chagas, la “enfermedad de los pobres” que percibía por el silbido de sus pulmones.
Había sido amigo de cantantes de tango; entre ellos, Carlos Gardel, con quien cuentan que se iban de gira hacia el fondo de la noche porteña. Cabarets, fiestas privadas, conciertos. Hasta lo acompañaba al Hipódromo de Palermo. “Soy una víctima de los caballos lentos y de las mujeres rápidas”, le dijo Gardel. Eran una banda de artistas admirados de distintas ramas que madrugaban hasta en la noche parisina. Pero a Firpo no se le conoció más pareja que Blanca, su compañera con la que no se quiso casar.
Hubo un tiempo en el que Dempsey le ofreció trabajar para la inteligencia del gobierno de los Estados Unidos. Su misión era contar detalles de sus allegados. Entre ellos, Perón y Evita. “Firpo, usted es una gloria de nuestro deporte, un orgullo de la argentinidad. Hágame un favor: no se meta en líos”, le susurró Perón en un cóctel.
Firpo y los libros
El mundo de la literatura está lleno de menciones a Firpo. En su novela Segundos afuera, Martín Kohan sitúa su historia en la noche de la pelea con Dempsey. El legendario cronista del New Yorker Abbott Joseph Liebling destacó al argentino en varias de sus crónicas. Pueden leerlo en su La dulce ciencia (que acaba de ser reeditado por la española Capitán Swing). Liebling escribió que Firpo “sólo sabía utilizar una mano (la derecha) y no tenía la más mínima idea de qué hacer en el cuerpo a cuerpo, aunque tampoco es que eso le importara mucho. (...) Más tarde se convertiría en una leyenda cuando disputó un asalto y medio sensacional con Dempsey en un tiempo que ahora atesoramos como la edad dorada del boxeo estadounidense”.
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