“El traductor no es un técnico: es un lector creativo”, sostiene Pablo Romero. Y si de traducir poesía se trata -nada menos que de clásicos como Walt Whitman o Katherine Mansfield- esa exigencia creativa se multiplica a la altura de un desafío. Romero lo afronta con pasión, la misma pasión con la que escribe y con la que asume el rol de editor en Aguacero, uno de los sellos independientes más interesantes del momento. Estuvo con sus libros en la feria del Festival Internacional de Literatura (FILT), el escenario ideal para proponer esta entrevista.

- ¿De dónde parte tu motivación por las traducciones?

- Durante mis años de formación como lector me obligué a leer clásicos, pero no terminaba de conectar. Tardé mucho en descubrir que el problema no eran las obras en sí, sino las traducciones: en muchos casos, ni siquiera se nombraba al traductor en la tapa, la portadilla o la página legal. Entiendo que el objetivo de esos sellos no era garantizar una excelencia literaria, sino democratizar el acceso a la cultura, y admiro profundamente ese gesto. Pero el bajo costo también implica grandes erratas, tapas espantosas y traducciones apresuradas, a veces robadas o mal hechas.

- ¿Cómo es el panorama hoy?

- Más preocupante: han vuelto a circular libros de tapa dura, visualmente muy atractivos y a precios imposibles de igualar, pero con traducciones automáticas, generadas con IA. Hace poco se supo que una edición muy difundida de Jane Austen había sido traducida con inteligencia artificial, casi sin intervención humana. Esa falta de cuidado, disfrazada de accesibilidad, me parece peligrosa y nada inocente.

- No es común -y qué bueno sería lo contrario- que desde Tucumán se encare la traducción de clásicos, en este caso de poesía...

- Traducir literatura desde Tucumán es un desafío enorme, porque aspiramos a competir con esos productos masivos: mantener precios accesibles, sí, pero ofreciendo calidad mayor. Me niego a resignar el trabajo poético de la lengua porque traducir no es solo trasladar ideas de una lengua a otra, sino generar un espacio donde la otra lengua y sus ideas puedan convergir con la nuestra. Creo que la literatura del NOA muchas veces funcionó como una etiqueta geográfica más que como una verdadera unidad discursiva (aunque mucha gente fanática del microrrelato no estará de acuerdo). Todavía hoy se le teme a “lo de afuera”, como si se tratara de una forma de colonización o de pérdida identitaria, pero yo no lo veo así. La discusión puertas adentro es importante, pero la endogamia mediocre que sostenemos me parece un horror.

Pablo Romero busca una poesía que se viva desde el cuerpo

- ¿Cómo lo explicás?

- En otras palabras más amables: traducir es traer y dejarse afectar, dejarse intervenir, y mi motivación surge de la necesidad de poner nuestra producción local en diálogo con otras escalas, otras lenguas, otras formas. Desde la editorial decidimos editar por primera vez en Tucumán a Margaret Randall y Vicente Huidobro, y fue hermoso ver cómo sus textos influyeron a poetas jóvenes de la provincia, que hoy los leen y los eligen como referentes. Eso es lo que buscamos: reponer diálogos, volver a poner en circulación obras que no han perdido vigencia y que todavía nos pueden conmover, discutir e interpelar.

- Suele decirse que la traducción es una escuela. ¿Cómo funciona para vos?

- La traducción me enseñó a sospechar de las certezas del idioma propio, agrietar sus automatismos, prestar atención al ritmo, al matiz y al temblor de cada palabra. Ahí es donde la traducción se vuelve escritura, y donde la escuela es menos una técnica que una ética: tomar decisiones implica poner en nuestra boca las palabras de otro, y a su vez en el oído de alguien más. No se puede traducir poesía sin poner en crisis la lengua a la que se traduce. Cada poema ajeno abre una grieta en la prosodia propia, en su gramática, en sus lógicas sintácticas. Traducir poesía es una forma de perder el miedo a la impureza, de aceptar el tartamudeo, el balbuceo, el equívoco. Y esa incomodidad en realidad es muy fértil: desarma y rehace constantemente nuestra forma de entender las cosas. En cierto sentido nunca sentí que una traducción pueda estar completamente terminada. Si cierro algún trabajo es por una cuestión de plazos. Si fuera por mí, revisaría los textos ad infinitum. Disfruto que no haya fórmulas.

- ¿Qué desafíos te planteó Whitman? ¿Por qué elegiste esa obra?

- Hoy, que todo se empuja hacia el ego y la competencia individual, leer a Whitman es casi un acto contracultural. Whitman es un filósofo, no un poeta en el sentido tradicional. O, mejor dicho: es un poeta porque es un filósofo del cuerpo, de la democracia, del deseo. Conocía gran parte de su obra, pero había ignorado “Calamus”, un libro poco mencionado dentro del compendio de “Hojas de hierba”. Me lo mostró un amigo y quedé enamorado. En este libro, Whitman se atreve a imaginar una sociedad cimentada en la amistad, en el afecto masculino, en los vínculos que no necesitan ser nombrados para ser verdaderos. Y hay algo utópico en ese gesto: una política de la ternura que todavía hoy nos interpela.

Pablo Romero: "la literatura es una forma de la pasión"

- ¿De qué forma?

- Whitman le habla al lector. Escribe en un inglés que a veces roza lo bíblico, y al mismo tiempo se lanza a imágenes sensuales, desbordadas, cercanas al habla cotidiana. Tiene una sintaxis que se ramifica como un río y un ritmo que no siempre responde a patrones métricos, pero sí a un pulso emocional muy preciso. Traducirlo fue intentar acompañar esa música sin domesticarla. Conservar el aliento largo del verso de tres líneas sin que suene artificial en español. También hubo un trabajo político: revisar las ediciones anteriores, traducirlo sin censuras, sin esconder sus ambigüedades, sin reescribir su deseo para que suene más “aceptable”. Elegí empezar con “Calamus” porque sentí que era un libro que aún no había llegado del todo al castellano. O al menos, no con la delicadeza y la claridad que merece.

- ¿Y en el caso de Katherine Mansfield?

- Fue distinto. La motivación principal fue mostrar a la Mansfield poeta, que suele quedar eclipsada por su faceta narrativa. “Moriré si se detiene”, publicado por Aguacero, es una antología que recorre su vida entera. Aunque ya había colaborado como traductor para revistas como Altazor, ese fue el primer trabajo que publiqué como libro. Le tengo mucho cariño, pero hoy tomaría algunas decisiones diferentes.

- ¿Por ejemplo?

- No puedo explicarlo más que con sensaciones en el cuerpo, hay poemas que me parecen más hermosos en español que en inglés y viceversa. El libro ya va por su segunda edición, pero no veo la hora de trabajar una tercera, corrigiendo y afinando con más rigor musical. Es un libro que quiero mucho, y creo que vale la pena seguir puliéndolo.

- En el caso de Whitman, a la palabra “camaradas” la tradujiste por “compañeros”. ¿Cómo manejás esas operaciones del lenguaje?

- Traducir comrades como compañeros fue una decisión muy jugada y muy discutida, tardé tres años en afinar las últimas decisiones. Ambas palabras tienen connotaciones políticas fuertes, pero no son equivalentes. Camarada remite más directamente al lenguaje de la militancia socialista o comunista, y tiene un tono marcadamente ideológico, que no es el uso que él atribuye tampoco. Compañero, en cambio, aunque también tiene resonancias políticas (pienso en su uso en contextos peronistas, sindicales, estudiantiles) es más amplio y afectivo: compañero de banco, de clase, de vida. Me interesaba que esa palabra activara una red de sentidos latinoamericanos, más cercana a nuestra experiencia histórica y emocional. Que habilitara una lectura situada, pero sin distorsionar el espíritu de Whitman, que era liberal en el sentido más amplio: defensor de la libertad individual, de la democracia radical, de los vínculos humanos como sostén del estado. Creo que traducir es intervenir, y que toda intervención es política.

- ¿Dónde está el límite para las licencias que se toma el traductor?

- El límite varía según el texto. Hay obras que permiten libertades, y otras que directamente las exigen. Actualmente estoy trabajando en la traducción de obras de Gertrude Stein y Lewis Carroll, y en ambos casos el nonsense demanda soluciones creativas: juegos de palabras, remates, chistes que no existen en nuestra lengua. Si uno se aferra al original palabra por palabra, se pierde el efecto. Y en estos casos particulares, el efecto me parece más importante que la literalidad. Quiero decir, no creo que los conceptos “se pierdan”, sino más bien que se transforman, resuenan, se amplifican, porque traducir no es replicar, es imposible la réplica. Lo que hacemos al traducir es trasladar un gesto. Y cuando ese gesto llega a otra lengua, inevitablemente cambia.

- ¿Y entonces?

- Una traducción demasiado fiel suele volverse ilegible, mientras que una traducción arriesgada puede, en cambio, abrir sentidos nuevos y recuperar la fuerza que tuvo el original en su contexto. El riesgo no es perder el sentido, sino no arriesgar nada. El traductor no es un técnico: es un lector creativo. Un súper lector, diría Panero.

- Hablemos de Aguacero. ¿En qué estado se encuentra el proyecto editorial?

- Aguacero está creciendo mucho y, con eso, nos volvemos también más conscientes de su lugar en el entramado cultural. Desde el inicio, nuestro objetivo fue claro: ofrecer obras de calidad (discursiva y material) a precios accesibles. Queremos que la poesía se lea, se toque, circule. Que no quede confinada a lo minoritario, lo endogámico o lo inaccesible. Cuidamos cada detalle: las tapas de Mateo Ibarra no son sólo hermosas, sino parte de un intenso diálogo visual con los textos. El trabajo paratextual es profundamente reflexivo (no nos gustan los prólogos, preferimos epílogos que no expliquen, sino que abran otras posibles lecturas) y acompañamos a nuestros autores con un compromiso que no termina en la publicación del libro, sino que se extiende a su vida cotidiana, su circulación y su sostén afectivo.

- ¿Qué planes tienen en marcha?

- Estamos formando a jóvenes traductores del NOA, y pronto abriremos dos nuevas colecciones: una de narrativa clásica y otra de narrativa contemporánea. También sostenemos el único Premio Nacional de Poesía Joven del país de la mano de la Fundación para el Arte Contemporáneo de Tucumán (FACT), que ya va por su segunda edición, y estamos estructurando una plataforma de difusión en formato de revista. Me gusta pensar en Aguacero como un proyecto cultural que cree en el trabajo colectivo y en el poder de la palabra cuando se la pone a circular con rigor, responsabilidad y coherencia, porque un libro no es nada sin sus lectores. Asumimos la responsabilidad de generar interés, rentabilidad y calidad. Cada vez puedo verlo con mayor claridad: al lector hay que buscarlo, preguntarle cosas, entenderlo.

"Las políticas culturales están pésimamente difundidas"

- ¿Qué te genera este momento de las letras en Tucumán?

- La pregunta me dispara muchos puntos complejos porque me encuentra en un momento de reflexiones críticas, más bien dirigidas al ecosistema editorial y cultural que a los autores y sus textos, porque siento que los editores tenemos la obligación ética, moral y profesional de acompañarlos en sus búsquedas y definir un camino. Leo muchas cosas que me interesan, admiro y disfruto, pero me preocupa todo lo que no está circulando. Hay voces potentes que no logran acceder a espacios de publicación, difusión o lectura, y grandes poetas que no tienen libros en circulación desde hace años. No porque les falte calidad, sino por falta de estructuras sostenibles. También me llama la atención cómo ciertas representaciones del paisaje o la identidad provincial se repiten sin haberse experimentado. No lo digo como un juicio moral, sino como una señal de un problema más profundo: hemos perdido, en parte, la construcción creativa del paisaje. La imagen ha reemplazado a la experiencia, y eso repercute en cómo representamos nuestra contemporaneidad, nuestro folklore, nuestra idiosincrasia. Siento que los textos están muy ensimismados en su épica cotidiana, y muchas veces pierden de vista que el yo está situado en un espacio de interacciones más amplias.

- Hablaste del ecosistema editorial...

- Me preocupa la romantización de la precariedad. A veces se celebra el esfuerzo heroico de publicar como si fuera una virtud en sí misma, cuando en realidad debería ser un derecho cultural sostenido por políticas públicas, estructuras serias y modelos de producción viables. El libro, además de ser un objeto cultural, es un producto. Si no circula, no transforma nada. Negarse a pensar el ecosistema como una industria no es una señal de pureza, sino una limitación estratégica. No se trata sólo de visibilidad, sino de garantizar condiciones reales de producción, distribución y profesionalización.

- ¿Cómo analizás esto?

- Veo con preocupación que algunas editoriales locales siguen trabajando en escalas muy reducidas, dependiendo de preventas mínimas y un público de nicho cada vez más pequeño. Y no lo señalo desde el reproche, sino desde el deseo de que eso pueda cambiar, del convencimiento de que nuestras obras merecen llegar más lejos. La desfinanciación cultural es un agravante que no puedo dejar de mencionar, además de que sucedieron varios papelones en la Feria del Libro de este año. El Mayo de las Letras, por ejemplo, se volvió un evento casi decorativo, que en lugar de revitalizar la literatura tucumana, termina asfixiándola por falta de iniciativa, apertura y renovación.

- ¿Cuál es la consecuencia?

- Los públicos no crecen, las voces se repiten, y gran parte de la responsabilidad de mover público recae en autores y libreros. Las políticas culturales del Estado están pésimamente difundidas, no usan ni la pantalla del parque para pasar un flyer (sin mencionar que se nos pidió ir a sacarnos una foto con Humberto Salazar mientras la feria estaba cerrada; que el cierre del Mayo en Lules fue un desfile de funcionarios sin público aplaudiéndose en el escenario y un largo etcétera). No digo todo esto para desmerecer a colegas a quienes respeto. Pero sí creo que estamos frente a una crisis de proyección. Y me cuesta cada vez más callar o sonreír ante la falta de ambición colectiva. Yo ya no quiero perder el tiempo ni ser parte de eso.