Las redes sociales se han convertido en una vitrina constante de rostros perfectos y pieles sin imperfecciones. Filtros que suavizan arrugas, afinan rasgos y agrandan los ojos prometen mostrarnos “más lindos”, “más jóvenes”, “más fotogénicos”. Sin embargo, detrás de esa apariencia idealizada puede esconderse un problema psicológico cada vez más común: la dismorfia de la selfie, un trastorno que afecta la autoestima y la percepción del propio cuerpo.
Según diversos estudios, alrededor del 90% de las mujeres de entre 18 y 30 años utiliza filtros de belleza antes de subir sus imágenes a las redes. En muchos casos, no se trata de retoques sutiles, sino de transformaciones que generan rostros completamente distintos a los reales. Esa distancia entre la versión “filtrada” y la auténtica puede resultar devastadora.
Los filtros refuerzan estereotipos de belleza imposibles: cejas gruesas y perfectamente delineadas, labios carnosos, pómulos elevados, piel sin poros. Y la aceptación que esas imágenes reciben -a través de likes y comentarios- termina validando un ideal artificial que muchos comienzan a confundir con su verdadera identidad.
“El uso frecuente de filtros de belleza puede asociarse a un aumento de ansiedad, insatisfacción corporal y autoexigencia”, explica Carlos Atef Harkous, jefe del servicio de Psiquiatría del Hospital Blua Sanitas Valdebebas. El especialista advierte que la exposición constante a imágenes retocadas puede condicionar el estado de ánimo y fomentar patrones de comparación social que deterioran el bienestar emocional.
De los “me gusta” al bisturí digital
Los “likes” funcionan como una forma de aprobación instantánea y pueden influir directamente en la autoestima. En las clínicas estéticas, los especialistas ya notan una nueva tendencia: cada vez más pacientes acuden mostrando fotografías suyas retocadas con filtros, y no buscan parecerse a una celebridad, sino a su propia versión digital.
Mientras tanto, algunas empresas intentan revertir esta tendencia apostando por campañas con rostros reales. Sin embargo, los datos reflejan cuán profunda es la dependencia visual: casi el 42% de las participantes dedica más de diez minutos a preparar una foto antes de subirla, y toma una media de siete selfies hasta elegir la definitiva.
“Esto ocurre cuando los usuarios pasan mucho tiempo publicando selfies, utilizando aplicaciones de edición para alterar su apariencia, comparándose con otros y buscando validación a través de los comentarios”, explica Phillippa Diedrichs, psicóloga e investigadora del Centro de Investigación de la Apariencia de la Universidad del Oeste de Inglaterra.
Los más jóvenes, los más vulnerables
El problema se agrava entre los adolescentes, los mayores consumidores de redes. Según el informe de Qustodio, “Nacer en la era digital: la generación de la IA”, los jóvenes pasan 94 minutos diarios en TikTok y 71 en Instagram, plataformas que se han convertido en los principales prescriptores de belleza.
“Los estándares irreales y la comparación constante con imágenes idealizadas pueden generar inseguridades desde edades tempranas y una profunda distorsión de la autoimagen”, advierte el estudio.
La dismorfia de la selfie, en definitiva, no solo altera cómo nos vemos, sino también cómo nos sentimos con nosotros mismos. En la era del filtro perfecto, aceptar el rostro real -con sus luces y sombras- puede convertirse en el mayor acto de amor propio.