"Cuidámela, Paula. Vos sabés cuánto la quiero. Dos semanas pasan volando. Yo necesito este descanso. ¡Ah! Llegó el taxi. Otro beso para Perla, otro abrazo para Paula. ¡Hasta la vuelta!"

Y partió mi amiga Luciana y yo me quedé con Perla entre mis brazos. La miré. Era una gata hermosa: blanca, brillante, una bola de seda. En fin, una gran perla auténtica. Dos esmeraldas, también auténticas, me miraban burlonas, a través de dos ventanitas oblicuas. En ese instante fugaz ambas nos dimos cuenta de que no congeniábamos…

Apenas entramos Perla se liberó de mis brazos y de un salto logró enroscar su cuerpo sobre el único almohadón de raso que adorna nuestro pequeño living.

Quise entablar relación pero el resplandor de unas uñitas ingratas respondieron a una caricia mía que se esfumó en el aire.

Por la noche, cuando llegó Juan, mi marido, no pudo dejar de admirar la belleza de Perla. Mientras conversábamos recordamos que el gato, con esa su naturaleza misteriosa y única fue fuente de inspiración en la literatura universal.

Perla era, reconozco, una gata tranquila. Sus horas transcurrían placenteras entre el almohadón de raso y, todas las mañanas, un paseíto en el patio de la casa. La escalera caracol que conduce a la terraza la tentó varias veces; pero nunca llegó al último escalón pues yo la llamaba y, créase o no, respondía a mi llamado. Entonces bajaba expresando su bronca con un prolongado miau. Claro, era lógico, había descubierto, por instinto, su verdadero mundo: la azotea.

Un día me descuidé, tuve que alejarme un instante de mi puesto de vigilia. Perla aprovechó mi ausencia, saltó la valla y no volví a verla nunca más.

Juan y yo recorrimos todo el barrio; casa por casa, negocios, galpones, casa en construcción, cañerías y cuanto rincón se podían explorar y hurgar a conciencia. Nada. Luciana había anunciado su llegada para el sábado. Y era miércoles. ¡Qué hacemos por Dios! Yo recordaba sus palabras de despedida:

"cuidámela Paula, es parte de mi vida".

- ¿Y si compramos una gata?, insinuó Juan.

- Pero dónde podremos hallar una gata como Perla, con ese pelo brillante y sedoso y esas dos esmeraldas que miran irónicas desde sus ventanitas oblicuas. ¡Qué hermosa era, Juan! Y si te confieso que la extraño…

- Sí, Paula sí, te creo, pero yo pienso en el intrincado laberinto de este problema. ¿Qué hacemos? ¿Compramos una gata?

- Bueno Juan, quizás sea lo más acertado-, respondí maquinalmente, pensando en la próxima llegada de Luciana.

Visitamos cuantas veterinarias había en la ciudad y en los pueblos vecinos. Nada. Nada.

Ya comenzábamos a formular mentalmente la letanía de perdones y explicaciones absurdas con las que recibiríamos a Luciana, cuando un duende compadecido nos insinuó los clasificados del diario.

En un pequeño recuadro un señor ofrecía a la venta una gata de angora. Allí fuimos. Podrás creer, amigo lector, que nos encontramos con una melliza de Perla: una gran bola de piel brillante blanca y sedosa con dos esmeraldas legítimas. ¡Para reflexionar!

¿El precio?... A pagar en tres cuotas… Y la compramos sin reflexionar.

- ¡Hola Paula! ¿Qué tal Juan? Aquí estoy de vuelta al pago, renovada y feliz. Y ustedes ¿no salen?

- Pensamos pasar unos días en los valles. ¡Ah! Aquí está tu Perla.

- Venga mi hermosa ¡cada día más linda! Bueno, ya me voy, mañana reabro el estudio y ¡a trabajar! Pronto los reuniré. Otro abrazo a los dos.

Y partió Luciana con la sustituta.

Pasaron varios días sin noticias de Luciana. Juan y yo estábamos intranquilos, con una sensación de culpa pensando en Luciana, que sin duda prodigaba sus cuidados, su ternura, su confianza, a una falsa Perla. ¡No aguanto más!, le dije a Juan. Le confesaré a Luciana la verdad, la purísima verdad.

La cité en su barcito preferido, llegó a la hora convenida, sonriente y jovial como siempre, sin poder ocultar del todo su asombro por tal imprevisto encuentro.

- Luciana -articulé-: la gata que recibiste no es Perla.

Afortunadamente yo estaba de espaldas al salón pues no pude contener una catarata de lágrimas y un rosario de perdón, perdón. Esperaba resignada merecidos y serios reproches cuando escuché asombrada:

- ¡Por Dios Paula! ¡Qué te pasa! ¿Pensás que no me di cuenta? ¡Esta gata es hermosa! Quizás más hermosa que mi Perla… pero, Paula yo no sería capaz de empañar nuestra amistad por una gata. Vamos Paula tranquilízate. Todo pasó. Fue un episodio de nuestras vidas que para mí ya está perdido en la nebulosa del pasado y ¡Amén!

- Gracias Luciana, sos una verdadera amiga. Me animo a preguntarte, ¿cómo supiste que no era la verdadera Perla?

- ¡Ah! misterio, la falta de una ínfima manchita, casi un lunar, que mi Perla tenía detrás de la oreja izquierda, pero el resto es indudablemente de una similitud absoluta. Nuestras carcajadas distendidas se mezclaban para festejar este caso detectivesco.

- Bueno, también faltaba esa "química" que une a dos seres-, agregó con peligrosa añoranza.

- Decime Paula, les habrá costado cara la gata ¿no?

- Bueno, sí, es una gata de angora, no hablemos del precio. En tres cuotas saldamos la deuda. Y a vos Luciana, más o menos, te acordás ¿cuánto te costó la Perla? - A mí, nada Paula, nada. Un domingo, a la salida de misa, la encontré, chiquita y tiritando de frío, en un rincón del atrio de la Catedral…

Lo curioso es que esta historia es verdadera.