De todos los días de los últimos 13 meses, ayer fue “el día”. Por su magnitud y por su sentido, la megacausa nació como un reto. Combinó los sentimientos de cientos de familias (la de los desaparecidos y la de los imputados), la revelación de parte de la historia y el desafío del Tribunal de llevarla adelante. El fallo tuvo sabor amargo para los familiares de los imputados. Para los de las víctimas en cambio, supo a poco. Sobre todo, para los que detrás de la foto de la pequeña Ana Corral ven a la chica de 16 años arrodillada al borde de una fosa con un uniformado apuntándole a la cabeza. O al que vislumbra en el retrato de los Rondoletto a Marta, una hija, una hermana, una cuñada y, probablemente, una tía, que se quedó sola. O tal vez el que en Julio Campopiano observa al joven poeta muriendo -literalmente- de dolor en el Arsenal. Las historias -ya no casos- fueron piezas de un rompecabezas del terror. Pero los bordes de cada una de ellas -desdibujados por el tiempo-, la clandestinidad y las acciones deliberadas para ocultarlos las volvieron difíciles de encajar. Al menos, para la Justicia. Y, lamentablemente, el dolor no es una prueba.
La megacausa, sin embargo, contó a Tucumán una historia que estaba velada: la del exterminio. Y también brindó al Tribunal un “aprobado” al hacer de ella un juicio posible.