En el barrio, todos le llaman “Wan”. Así es más fácil de pronunciarlo, pero su nombre es Gang Li. El lunes a la noche, después de que saquearon su local comercial, el hombre salió a la vereda, apoyó su mano sobre la tela de alambre del portón como si esperara a alguien y en silencio, en medio de la oscuridad, miraba lontananza. Era la medianoche del martes, a su alrededor, algunos vecinos se acercaban para hablarle. “Tenemos que matarlos a todos”. “Pongamos electricidad en el portón”. “Si vuelven tenemos que agarrarlos a tiros”, decían casi a gritos. Pero Wan los escuchaba sin decir ni media palabra. Parecía que estaba llorando por dentro.
Los vándalos, que andaban de a dos en motos, habían logrado romper el portón del súper “El Cóndor”. Tenían armas de fuego y habían hecho tiros al aire para amedrentar. Durante más de cinco horas desmantelaron el local comercial, ubicado en San Juan y Castro Barros. En el piso quedaron las huellas de la barbarie con restos de aceite, gaseosas, agua mineral y otros líquidos que se mezclaban sobre las baldosas entre vidrios rotos y envases de plástico aplastados como si hubiese pasado un tsunami.
Los delincuentes habían sacado todo lo que había al alcance de la mano, se subían a las motos, se iban cargando como trofeos y luego regresaban para seguir saqueando. Todo lo hicieron como un círculo que se repetía varias veces y en el trayecto festejaban, celebraban, se reían y se burlaban de los vecinos.
Cuando finalmente se fueron del lugar, pasada la medianoche, los vecinos comenzaron a agruparse para defender lo poco que quedaba en pie. Era más una cuestión de honor. Arrojaron aceite en el asfalto y rompieron botellas de vidrio para que si volvían los saqueadores en moto se cayeran.
Había tanta bronca y odio que esperaban con ansias que volvieran los vándalos para poder lincharlos. Al menos eso decían mientras se armaban de valor en medio de la noche en la esquina del local.
Con alambres
El local de “Wan” tenía un cartel que dice comestibles, verduras, carnicería, pero los vándalos se llevaron hasta la PC, el teclado y la caja registradora. Los vecinos estaban enfurecidos, mientras volvían a cerrar el portón y lo ataban con alambres, cables y todo lo que podían conseguir a mano. La mayoría de los vecinos quería venganza, pero “Wan” les respondía una sola palabra: “gracias”.
Las fogatas
El martes, la calle amaneció repleta de vidrios y aceite. A la siesta volvieron los rumores de saqueos. La gente armó barricadas como ocurrió en toda la ciudad, mientras los policías mantenían su reclamo de aumento salarial. Antes del anochecer llegó el acuerdo con el Gobierno, pero la desconfianza estaba instalada y los vecinos mantuvieron las fogatas durante la noche por temor a posibles ataques.
La historia del saqueo al local de Wan recorrió el país. Se publicó en la edición on line de LA GACETA y se propagó en las redes sociales (Twitter, Facebook y Storify). Las muestras de solidaridad comenzaron a hacerse oír. Mucha gente quería ayudarlo a ponerse de pie.
La calma renació el jueves. Los vecinos se acercaron al local para colaborar. Las mujeres formaron varios grupos de trabajo y, con escobas y baldes en mano, comenzaron a limpiar todo. Los hombres levantaban los objetos pesados que habían quedado destruidos y así fueron despejando lo que parecía un campo minado de desperdicios, vidrios y líquidos. Poco a poco, el piso empezaba a verse hasta que a la tarde relució como nuevo. Wan les había enseñado a serenarse en el momento de crisis y los vecinos se lo agradecieron con solidaridad.