La noticia de que será tirado abajo el ruinoso edificio del Buen Pastor, que pertenece al Arzobispado de Tucumán, puso en alerta a la Comisión de Patrimonio Cultural. La entidad puntualizó que otras dos inmuebles céntricos, de propiedad privada, ya están siendo derribados. “Si seguimos con las demoliciones perderemos la ciudad histórica”, anticiparon las autoridades de la comisión. Esta advertencia plantea dos cuestiones. La primera está referida a la necesidad, siempre reivindicada desde estas columnas editoriales, de preservar el patrimonio. La segunda supone un interrogante: ¿qué queda, en verdad, de la ciudad histórica? ¿Acaso no la hemos perdido ya?
Respecto de estas preguntas, y sin entrar en disputas semánticas, existen dos grandes concepciones respecto de “lo histórico”. Una, cientificista y empirista, refiere a aquello que ha ocurrido en el pasado y que ha dejado una huella (documental, arquitectónica...) que permite su reconstrucción. “Lo histórico”, entonces, existe con independencia del investigador. La otra vertiente, ideológica y relativista, plantea que “lo histórico” es aquello que tiene consenso entre los historiadores respecto de su relevancia. Es decir, la relación entre los hechos y el investigador es sustancial.
Cualquiera sea la acepción que se escoja, poco de ello subsiste en San Miguel de Tucumán. Prácticamente nada por fuera de los templos católicos y -siendo generosos- la Casa Histórica, de la que sólo sobrevivió el Salón de la Jura. Apenas la huella material en torno de la cual se reconstruyó el solar donde se declaró la Independencia. Por lo demás, y a diferencia de otras provincias, ni siquiera sobrevivió el Cabildo: en su lugar se erige la Casa de Gobierno, inaugurada en 1912.
Muchas de las joyas que hoy ostenta la “ciudad histórica” son obras contemporáneas y, en no pocos casos, conmemorativas, como la “Cuadra del Centenario”, donde se erigen el Teatro San Martín, la ex sede de la presidencia de la Legislatura y el Casino, un conjunto arquitectóni erigido en avenida Sarmiento al 600, justamente, para las celebraciones de 1916.
Lo que queda del rostro histórico de la heroica ciudad donde se libró la batalla del 24 de Septiembre de 1812, entonces, son residencias y casonas donde todavía se puede apreciar el perfil del casco antiguo.
Esta situación, yendo a la primera cuestión, de ninguna manera obsta para que ese patrimonio sea preservado. Allí (y acaso solamente allí) anida todavía mucho de la identidad de una capital provincial que, en sí misma, es una frontera cultural.
Desde la restauración de la democracia, la preservación de ese patrimonio ha sido activa. Tanto desde lo institucional, mediante el dictado de normas específicas, como desde lo social, a través de las movilizaciones de la década pasada destinadas a frenar la inclusión de algunos inmuebles en el programa “Activo por Activo”. Pero todos esos esfuerzos han sido focalizados.
Lo que hasta el momento no ha ocurrido es un abordaje integral de la problemática. Si se siguen demoliendo inmuebles para habilitar playas de estacionamiento (buena parte de estas cocheras son las cicatrices de la faz histórica de la capital) es porque el centro de la ciudad sigue albergando las sedes de los tres poderes del Estado. Por ende, sigue concentrando actividades obligadas para los ciudadanos. Si a ello se suma la ausencia de un servicio de transporte público eficiente, el uso del automóvil sigue siendo ineludible.
En la región, Salta atacó esta primera causa para aliviar el centro. Y cuando llevó las oficinas estatales fuera del centro de la capital pudo abocarse a la revalorización de su casco histórico.
La centralización de las oficinas públicas y la mejora del transporte público son sólo dos aristas en la compleja tarea de preservar el patrimonio de una ciudad. Pero sólo un abordaje holístico del problema permitirá relajar el microcentro para empezar a devolverle facciones de casco histórico.