Cuando en el 2020 la pandemia nos llevó a un interminable confinamiento, una de las primeras personas en las cuales pensé fue María Kodama. 35 años de amistad me hacen conocer muchos aspectos de su personalidad y, sobre todo, uno: su imperiosa necesidad de libertad. Nos hemos acompañado mutuamente a lo largo de esas décadas, tanto en nuestra vida personal como en nuestros caminos literarios. Así que en esa desdichada época yo sufría por mí, pero también sufría por ella.

Cuando María habla de su existencia -desde niña hasta hoy-, pasando por su relación con Borges, esa palabra -“libertad”- aparece recurrentemente en su discurso. “Yo soy libre” era y es una de sus respuestas habituales, frente a todo lo que pueda implicar manipulación de su voluntad, control o posesividad del otro.

El confinamiento nos encarceló a todos, pero esas rejas para María Kodama eran insoportables, así que ella –una mujer siempre independiente- a pesar de las restricciones, salía a la calle, con todos los cuidados y protecciones, pero no podía permanecer aislada y encerrada por obligación.

Hija de padres separados, educada desde muy pequeña sobre todo por su padre japonés que la trataba como si fuese una adulta, María rehuyó siempre los lazos sofocantes, las ataduras de la rutina, las convenciones.

En la relación con Borges, cada vez que ella sentía un atisbo de ser atrapada -Borges era un hombre celoso- , le contestaba: “Si Ud. quiere quitarme la libertad, yo desaparezco, me voy. Los celos no son el amor al otro, sino el deseo de poseer al otro”.

Tanto es así que Borges llegó a decirle que ella era “una esclava de la libertad”. Esa frase se constituyó en el título de un precioso libro que escribió Mario Mactas sobre ella, tras mantener una serie de largos diálogos grabados: María Kodama, esclava de la libertad (Ediciones de la Flor, 2021).

Cuando, en sus charlas y conferencias, María tuvo que explicar públicamente qué era la libertad para Borges, ella siempre dijo que Borges sostenía que el libre albedrío era una ilusión necesaria, o sea un error. Pero que para obrar éticamente tenemos que pensar que somos libres.

Acerca de las enseñanzas de su padre, María le cuenta a Mactas, en ese libro, que ella no fue nunca niña, que su padre le dio la libertad, le enseñó la libertad. “Algo inapreciable - afirma- sabiendo que la libertad es asumir las consecuencias de lo que uno elige, sin fastidiar a los demás”.

Su madre, en cambio, era una persona muy asustadiza que, con sus pedidos de ayuda a su pequeña hija, le hizo perder los miedos para siempre. Era como si María–niña, fuese la madre de su madre. Lo cual la hizo animarse a todo y a más: a buscar siempre la aventura. Desde pasar mucho tiempo en el desierto de Marruecos, en una carpa, hasta querer viajar al espacio, sueño que aún hoy alberga.

Su deseo de vivir experiencias diferentes en su vida se manifestó a partir de los cinco años, cuando ya anhelaba volar a la Luna. “Hoy, si alguien me lo preguntara -confiesa- me encantaría ir a Marte. El espacio no me produce temor porque ha de ser lo mismo que el desierto, una vivencia maravillosa”.

María conoció a Borges cuando tenía 16 años. Comenzaron su relación, estudiando anglosajón e islandés. Más tarde, ella se recibió en la Facultad de Filosofía y Letras.

La vez en que Borges le propuso casamiento y le expresó lo lindo que sonaría su nombre -“María Kodama de Borges”-, ella le respondió: “Yo no soy de nadie, Borges ¿qué me está diciendo?”. Ella nunca se quiso casar, ni tener hijos. Lo vivía como una pérdida de su libertad.

“¿Qué crees que podrá satisfacer al alma sino andar libre y no tener ningún dueño superior?” escribió Walt Whitman.

Un día, sin embargo, le tuvo que prometer a Borges -ante su insistente pedido- que se casaría con él antes de que murieran. Pasaron muchos años luego de esa promesa.

Ya en Ginebra, en 1986, con Borges muy enfermo, tuvo que ser el editor Franco María Ricci quien la convenciera que se casara con Borges antes de su partida. María accedió entonces porque Ricci se lo pedía en nombre de Borges y porque se lo había prometido una vez a él, hacía tiempo.

María fue desde muy temprana edad una mujer libre, 100% racional, enteramente lógica, feminista avant la lettre, sin dejar de ser femenina, coqueta, perceptiva y sensible. Había leído desde muy joven el libro de una francesa que afirmaba que no todas las mujeres nacen con la vocación de la maternidad, sino que algunas la tienen y otras, no. Y que una mujer podía tener otras aspiraciones en la vida. Esos conceptos la marcaron profundamente y se identificó con esa idea. Hay que poder sostener una postura así en un mundo lleno de reglas y convenciones y prejuicios. Y no ceder.

Ella había sabido desde su más tierna infancia que su vocación no era ni el casamiento, ni la maternidad y que lo que le gustaba era enseñar (se graduó para eso en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires) y aprender (actualmente está estudiando japonés). También le encanta bailar y hace de la amistad un culto. Muchas veces me comentó que se consideraba japonesa porque su educación había sido japonesa y porque –según ella- eso determina la identidad.

Editó su libro de Relatos (ilustrado por Kokocinski), casi contra su voluntad, porque le gusta escribir cuentos, sí, pero no publicar. También dio a conocer algunas de sus conferencias sobre Borges en un libro (María Kodama – Homenaje a Borges, Sudamericana, 2016). Accedió a esa publicación sólo porque se trata de un tributo al Maestro.

La libertad. ¿Existe la libertad? O, como decía Borges, ¿es tan solo una ilusión?

Eso sí. Se me ocurre que nos posibilita acciones que otros no se permiten y nos da la sensación de decidir nuestra vida. Pero ¿la decidimos realmente? - me pregunto-.

Recuerdo siempre una actuación del mimo francés Marcel Marceau. Lo vi aquí, en Buenos Aires, no recuerdo en qué teatro, si en el Coliseo o en el Cervantes. Marceau daba a entender con su mímica que estaba dentro de una celda, rodeado de barrotes. Con gran esfuerzo, manipulaciones y el suspenso que creaba en los espectadores, lograba salir de ella. Pero cuando lo hacía y respiraba libre, feliz, se daba cuenta que estaba metido en otra cárcel. Más amplia, más espaciosa, pero prisión al fin. Este juego se repetía y el final no era feliz.

Siempre algo nos apresa, cuando creemos que nos liberamos, nos damos cuenta de que estamos metidos entre otras rejas.

Me parece que para María Kodama, la libertad tiene el sentido que le daba Hannah Arendt. Que es “la raíz misma de la existencia humana en el mundo, desde el hecho de nacer”, pero que tiene el don de poder alterar la realidad, creando esos pequeños “milagros” que terminan por cumplirse y materializarse. Una libertad con responsabilidad, por supuesto.

Ella siempre estuvo dispuesta a pagar el precio que todo esto le implicaba.

© LA GACETA

Alina Diaconú - Escritora y columnista. Autora de 23 libros, el más reciente es Estrellas voladoras - Apotegmas (Galáctica Ediciones, 2022).