Procustes tiene una biografía breve, aunque salvaje, en el Diccionario de Mitología Griega y Romana de Pierre Grimal (Paidós, 2005, Buenos Aires). Es un bandido y hasta tiene “alias”. También se lo conoce como Damastes. O como Polipemón. Se trató de un delincuente sanguinario que asolaba el camino entre Atenas y Megara. “Procustes tenía dos lechos, uno corto y otro largo, y obligaba a los viajeros a tenderse en uno de ellos. A los de alta talla, en el corto (para adaptarlos a la cama les cortaba los pies); a los de baja estatura en el largo (estiraba violentamente de ellos para alargarlos)”.
La política argentina, tan bipolar, durante la semana que ha terminado estuvo regida por el signo de los lechos de Procustes. Tanto en los alegatos del Gobierno nacional respecto de las últimas medidas anunciadas por el presidente Javier Milei, como por los argumentos de quienes, tempranamente, han marcado el récord de convocatoria de protestas contra un Gobierno constitucional.
Estiramientos
El Decreto de Necesidad y Urgencia de 366 artículos (DNU-2023-70-APN-PTE) dictado el miércoles pasado por el jefe de Estado, y anunciado ese día por cadena nacional, es inconstitucional.
Específicamente, las formas del decreto lo son. Esas formas son indispensables y diferenciarlas de la “materia” del decreto resulta trascendente. Cuanto menos, en la lógica de Juan Bautista Alberdi. La Constitución originaria, la de 1853-1860, no menciona la palabra “democracia”. Este término sólo aparece con la reforma de 1994. La Ley Fundamental, en cambio, desde su artículo primero habla de las “formas” que adopta la Nación para su Gobierno.
“El fondo de la democracia reside en el principio de la soberanía del pueblo. (…) Con tal que la soberanía del pueblo exista y sea reconocida, importa poco que el pueblo delegue su ejercicio en manos de un representante, de varios o de muchos. No importa que sea república o aristocracia o monarquía: será democracia mientras sus representantes confiesen su poder emanado del pueblo”.
Lo que dice el prócer tucumano, en la radiografía del constitucionalista Rodolfo Burgos ensayada en “Del Ejecutivo fuerte a la hegemonía” (en el libro “Juan Bautista Alberdi. Apología y crítica de su pensamiento”, compilado en 2010 por Carmen Fontán) es que, en nombre de la democracia, puede haber gobierno de todos, pero también de pocos. E incluso, puede haber gobierno de uno sólo. Eso no dependerá de la “materia”, sino de la “forma”.
La Argentina es una república, con poderes divididos. Es representativa, lo cual se expresa sobre todo en el Congreso de la Nación. Y es federal: los diputados representan al pueblo y los senadores representan a la provincia. No se puede gobernar poniendo al Poder Legislativo.
Entre las formas que el DNU en cuestión no respeta se encuentra, en primer término, la falta de excepcionalidad que justifique su dictado. La crisis económica y financiera del país no es una excusa: por poco y es el paisaje “natural” de este país. Para colmo, el mismo Milei, luego de dictar la norma, llamó a sesiones extraordinarias al Congreso. Con lo cual, no hay excusa para que las reformas que impulsa sigan el debido proceso pautado por la Carta Magna: un proyecto de ley. O varios.
En segundo lugar, el DNU avanza sobre facultades del Congreso. Según la Constitución, el Ejecutivo no puede emitir disposiciones de carácter legislativo, so pena de nulidad. Sólo la excepcionalidad justifica la “necesidad y urgencia”. Si no la hay, el DNU encarna una violación de la división de poderes. Justamente, el decreto de Milei deroga numerosas leyes y reforma muchas otras.
En tercera instancia, el respeto por las atribuciones de cada poder del Estado no es una cuestión procedimental. El Congreso no puede delegar facultades ni el Poder Ejecutivo puede asumir otras funciones que no sean las específicamente previstas por la Constitución. El poder no se pierde: sólo se transfiere. Y si algo hay inadmisible en la historia de este país es la acumulación de poder.
Finalmente, y en materia puramente política, no se puede argumentar que los gobiernos anteriores, desde el menemismo en adelante, dictaron DNU por centenas. Los excesos anteriores no legitiman los abusos. Si la justificación será: “Ah, pero los otros presidentes…”, el kirchnerismo ganó la batalla cultural. La calidad institucionalidad no depende de qué bandera política flamea en Casa Rosada.
El alegato oficialista de que el DNU es válido porque está previsto en la Constitución y porque no legisla sobre cuestiones penales, tributarias, electorales o relativas a partidos políticos (materias vedadas) es una conducta típica de Procustes. En lugar de cumplir con las formas, las “estira” para tratar de llenar el “lecho” que la Carta Magna reserva para esa vía excepcionalísima que es el DNU.
La disposición del Gobierno no puede presumirse “correcta” sólo porque no hay materias indebidas en su texto. La larga crisis argentina, incesante desde 2008, consiste en que los gobiernos de la democracia no han enfrentado esos avatares con más democracia. Por el contrario, han tensado el sistema de contrapesos de la república hasta desmembrar la institucionalidad.
Amputaciones
La CGT decidió romper un nuevo record en la Argentina. Y por partida doble. Ya registró uno gracias a su complicidad manifiesta con el Gobierno de Alberto Fernández: en cuatro años, no le hicieron un solo paro general. Nunca antes, desde la vuelta de la democracia, pasó algo así.
A Raúl Alfonsín le hicieron 13 huelgas; a Carlos Menem, ocho; a Fernando de la Rúa, ocho; a Eduardo Duhalde, dos; a Néstor Kirchner, uno; a Cristina Kirchner, cinco; y a Mauricio Macri, cinco.
Ahora, la central obrera va por el récord de velocidad para la convocatoria a una huelga nacional: el miércoles pasado, a 10 días de haber asumido el nuevo gobierno, ya convocó a parar el país. El récord, dentro de ese récord, es el mayor descaro público del cual el sindicalismo tenga registros.
“Ayer el presidente rompió con todos los valores republicanos, con los valores institucionales y con lo que establece la Constitución Nacional”, manifestó Héctor Daer, cotitular de la organización.
El Gobierno de Alberto Fernández debutó con un DNU (522/50) que expropiaba la agroexportadora “Vicentín” en nombre de la “soberanía alimentaria”: la firma produce, fundamentalmente, alimento para ganado. Además, se encontraba en convocatoria de acreedores desde hacía dos meses. Por ende, había un juez habilitado para evaluar si la empresa contaba con los activos para honrar las deudas contraídas. El decreto expropiatorio, entonces, devenía inconstitucional, porque Fernández se estaba inmiscuyendo en un conflicto entre privados (incluyendo a los trabajadores, por los que tanto vela la CGT), cuando esa es una potestad excluyente del magistrado. “En ningún caso el Presidente de la Nación puede ejercer funciones judiciales, arrogarse el conocimiento de causas pendientes o restablecer las fenecidas”, manda el artículo 109 de la Constitución.
Después vino la pandemia. La Casa Rosada dispuso, entonces, una justificada cuarentena. Pero el cuarto gobierno kirchnerista demostró que es capaz de malversar cualquier causa, por más noble que fuera. Primero fue con las vacunas: el laboratorio Pfizer había testeado la en la Argentina, así que el país tenía prioridad para la provisión. Pero el kirchnerismo arruinó esa posibilidad. Puso reparos al acuerdo que otros países de la región firmaron a dos manos y prefirieron las vacunas de China o de Rusia. La cuarentena se declaró en marzo y sólo a fines de diciembre llegaron las primeras dosis. Miles y miles de argentinos murieron por culpa de esa criminal ideologización de un inmunizante. Miles y miles eran trabajadores nucleados en gremios de la CGT.
Como agravante, las vacunas no llegaron para todos. Montaron un vacunatorio VIP para funcionarios, parientes, amigos y La Cámpora. Ellos fueron inmunizados antes que trabajadores esenciales, como los de la salud, que dejaron la vida en la trinchera del combate contra el covid-19.
Muchos de los trabajadores que sobrevivieron no se salvaron, en cambio, de que la Justicia les abriera causas (más de 100.000 se labraron durante el aislamiento duro), porque los pescaron perpetrando el delito de salir a comprar pan. A algunos, incluso, los reprimieron con balas de goma. Mientras tanto, Alberto Fernández convirtió a la Quinta de Olivos en un salón para fiestas por el cumpleaños de “la querida Fabiola”, con invitados apiñados y sin barbijos, niños en brazos incluidos.
Pero nada de eso, nada, representó una ruptura con los valores republicanos, con los valores institucionales ni con lo que establece la Constitución Nacional, a criterio de la CGT.
Precisamente, a Daer le preguntaron por qué nada dijeron durante el cuarto gobierno “K”. “Durante cuatro años no se tocaron derechos”, respondió. Su remate desafía el límite de lo verosímil: durante esos cuatro años, dijo, “no se destruyó el salario a partir de una devaluación vergonzosa”.
El 10 de diciembre de 2019, Alberto Fernández asumió con un dólar oficial a $63 y un dólar “blue” a $71. Hace dos semanas entregó el poder con un dólar oficial a $400, que luego Milei llevó a $820. Es decir, el Gobierno actual provocó una devaluación del 118%, mientras que el de Fernández consolidó una depreciación de la moneda nacional del 635%. El dólar “blue”, hace 15 días, cotizaba los mismos 1.000 pesos que ahora. En ese caso, la devaluación del cuarto kirchnerismo supera el 1.400%. Fueron cuatro de destrucción del salario. Pero eso, a la CGT no le pareció “vergonzoso”.
La desvergüenza del sindicalismo argentino es dantesca. Atenta contra la gobernabilidad de una gestión que recién comienza, consagrada con el 56% del apoyo de los electores, que a sabiendas eligieron un proyecto político de ajuste. En boca de los mentirosos, todo lo cierto se hace dudoso. Y entonces todo el argumento de la central obrera se queda sin pies ni cabeza. Procustes ni siquiera amputaba tanto. Y, en su delincuencia, tenía la decencia de no decirles a sus víctimas que estaba actuando en defensa de sus derechos…