De Dahl a Anderson O cómo hacer buen cine con la buena literatura

03 Marzo 2024

El vértigo. La metaficción, el metacine. Un juego de cajas chinas, el relato dentro de otro relato. El juego con los planos narrativos (¿cuántos narradores hay?). Personajes que le hablan al espectador. Un personaje que es al mismo tiempo narrador. Un personaje habla por otro mientras el otro se encuentra en escena. Varios actores representan a un mismo personaje (remember I’m Not There) y a su vez un mismo actor interpreta a varios personajes. El protagonista también es ficción: nunca sabremos su verdadero nombre. (Sepan ustedes disculpar la repetición de términos, pero eso es lo que se nos plantea como espectadores).

La estética. La parodia. (La parodia es estética). Escenógrafos que entran y salen de escena y modifican la escenografía en presente continuo. Escenarios artificiales, iluminación teatral. Lo clasista. El hombre que-lo-puede-ver-todo no detenta el poder, sino que trabaja en un circo. El tercer ojo como un freak show. El capitalismo: la utilización de una técnica de la sabiduría antigua para obtener dinero. La posibilidad de que el dinero sea equitativamente distribuido con fines filantrópicos. Lo filosófico. La verdad como algo que necesita ser confirmada (o no). El desafío a la ciencia. La transmisión del conocimiento. El uso de la información. ¿Qué hacer con aquello que no concibe una explicación definitiva?

Todo eso en sólo 14 minutos. “La maravillosa historia de Henry Sugar”, adaptación de Wes Anderson en formato corto del cuento homónimo de Roal Dahl, protagonizado por Benedict Cumberbatch, Ralph Fiennes, Dev Patel, Ben Kingsley y Richard Ayoade. La historia de un hombre rico que se dedica a dominar una destreza en particular para ejercer la estafa en un juego de azar y acaba por crear orfanatos y hospitales. Relato en el que resulta imposible para el espectador distraerse un segundo: hacha y tiza, palo y a la bolsa, precisión y velocidad.

Pero “La maravillosa historia de Henry Sugar” fue sólo el primero -y el más extenso- de una serie de cuatro cortos donde Anderson adaptó, para Netflix, otros cuentos de Dahl: “The Swan” (“El cisne”), “The Ratcatcher” (“El desratizador”) y “Poison” (“Veneno”).

Uno de cuatro y cuatro en uno

En “El cisne”, un actor le da indicaciones al otro sobre el modo en que debe moverse, como si la dirección actoral fuese en presente continuo, pero los dos personajes que motorizan el argumento nunca aparecen en escena y son narrados por un tercero (remember Godot). Un mismo personaje, en dos etapas distintas de su vida, es representado por dos actores diferentes en una misma escena. Otra vez: no sólo la imagen (elemento constitutivo del cine) sino también la representación de la imagen. Protagonizados por Asa Jennings, Rupert Friend y Ralph Fiennes, narra la historia de un un niño a quien otros dos chicos molestan y torturan con una crueldad y una morbosidad perturbadoras. Cuento inspirado en un caso real y con un final que propone múltiples lecturas, se cruzan, por ejemplo, dos elementos a priori tan incompatibles como el animal que le da el título y las vías de un tren.

“El desratizador” quizás sea el menos complejo, cinematográfica y argumentalmente, de los cuatro. Protagonizado por Ralph Fiennes, Richard Ayoade y Rupert Friend, es la glosa de un exterminador de roedores y sus modos de actuar, sus fracasos y obstinaciones, ante dos interlocutores en un paisaje entre hiperrealista y onírico. Entre la manipulación de objetos invisibles, que son narrados por el protagonista, pero deben ser imaginados por el espectador, y de final abierto, queda flotando esa frase, ambigua y propositiva: “Las ratas son terriblemente suspicaces”.

“Veneno” tiende a jugar, también, con la tolerancia del espectador a la tensión del relato. Un hombre, en una cama, ante testigos, descubre y confiesa que una serpiente dormida descansa sobre su estómago. Vaya palabra, el miedo. Ahí están, otra vez, Dev Patel, Benedict Cumberbatch y Ralph Fiennes,

Como bien propone “La maravillosa historia de Henry Sugar” -el protagonista descube, por azar, la técnica para manipular los naipes en un viejo tomo de una biblioteca ajena-, las mejores historias, siempre, están dentro de los libros. Lo hizo Roald Dahl con sus Historias extraordinarias. Lo replicó Anderson al respetar -casi al pie de, justamente, la letra- el texto original en que se basa y lo resignificó al hacer de la estética una detonación de las perspectivas. De la relación entre cine y literatura siempre surgen nuevas variables de adaptación, esta es una de ellas.

© LA GACETA

Hernán Carbonel - Periodista y escritor.

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