Se viene la gloriosa etapa en la que nuestros hijos demostrarán sus habilidades gimnásticas. Durante la muestra, los profesores de educación física no dicen una palabra. Se comunican exclusivamente con silbatos, onomatopeyas y miradas. A su vez, una voz anima y marca tiempos, normalmente una de las “seño” devenida en Pablo Campos que pide aplausos y emociona con golpes bajos al sentimiento familiar y patriótico.
Hay tres cosas difíciles de entender en nuestro sistema educativo: el sistema educativo, el horario de entrada que exige madrugar furiosamente con mochilas pesadas como piedras, y las muestras olímpicas de fin de año bajo chapas que arden como los módulos espaciales al entrar en la atmósfera.
Miles de padres, madres, tías, abuelas, y, por qué no, hasta mascotas, se reúnen para ver a “Pedrito” levantar un palo al borde de las lágrimas y la deshidratación (recuerde, no llore mucho, conserve la sal). Con cada silbato, los niños cambian de dirección como un ejército coreografiado. Los más grandes, cuidadosamente seleccionados, surcan el aire y ruedan por el suelo. Nadie se puede ir: todos debemos ver a cada hijo. Así que, si el suyo está en maternal, ármese de paciencia, una bota de vino y lembas.
Estos ritos tienen algunos antecedentes enormes, como el del aro de fuego. Dicen que a fines de los años 30, más allá de la Cortina de Hierro, en las montañas de Georgia, tuvo lugar un espectáculo sublime, es decir, sagrado y terrible. En una pequeña escuela, bajo la sombra del implacable régimen soviético, se llevó a cabo una exhibición gimnástica para honrar la presencia del mismísimo Stalin. Los testigos hablan en susurros de aquel día, como si mencionarlo en voz alta aún pudiera despertar los fantasmas del pasado.
Era el día más esperado del año en Tiflis. Los niños, temblorosos y tensos, se alineaban en el patio polvoriento de la escuela número 42, una de las más prestigiosas y, al mismo tiempo, temidas de toda Georgia. No era cualquier institución: allí se formaban los hijos de la élite soviética, la futura juventud de la patria, y cualquier error en sus presentaciones podría ser interpretado como una falta de compromiso con el régimen. Hoy, bajo la mirada severa de las autoridades y con el mismísimo Stalin como invitado de honor, debían demostrar su lealtad no sólo con sus palabras, sino con sus cuerpos.
“¡Por la madre patria!” rugía Malkhaz, el “profe” de educación física ajustando las vendas en las manos de los niños más pequeños, que apenas alcanzaban los 15 años. “El sufrimiento es sólo temporal. La gloria, eterna”. El temido sonido de botas resonó cuando las autoridades ingresaron. Stalin, con su inconfundible bigote y uniforme militar, se sentó en la primera fila, su expresión impenetrable. Los aplausos se apagaron de inmediato cuando levantó una mano. Los niños comenzaron a sentir el sudor empapando sus frentes.
Todo empezó con saltos sencillos, mortales hacia adelante, aros de colores y cintas que flotaban en el aire. Pero la tensión crecía. Sabían que el gran momento estaba por venir. El fuego. El círculo de hierro ahora brillaba más que nunca, las llamas lo envolvían en un resplandor infernal.
Niko, el más destacado del grupo, sería el primero. Tenía 12 años, pero su rostro estaba endurecido por la disciplina férrea. Daba la impresión de que en sus ojos ya no había lugar para el miedo, sólo para la entrega absoluta al deber. Malkhaz lo miró y asintió, como si le estuviera entregando el destino de toda la nación en ese salto. Niko corrió. Cada paso retumbaba en la madera del piso del gimnasio. Cuando llegó al aro, el tiempo pareció detenerse. Las llamas se reflejaron en sus ojos. El niño saltó, sus piernas trazaron un arco perfecto, su cuerpo flotó por un instante en el aire, cruzando el círculo de fuego. Un segundo de tensión infinita. Luego, aterrizó de pie al otro lado. Los aplausos fueron instantáneos, pero fríos, como si hubieran sido ensayados. Stalin asintió apenas con la cabeza.
Uno tras otro, los niños siguieron. Stalin se levantó, su mirada recorriendo cada uno de esos pequeños cuerpos agotados. Los niños, sin embargo, permanecieron en sus posiciones, rígidos, esperando la orden de ser liberados. Con el círculo de fuego apagado, sin saber si sentir alivio o un miedo aún más profundo. El olor a pelo chamuscado era el perfume del valor.
Así es, dicen que en Rusia, en tiempos de Stalin, los niños saltaban por aros de fuego para demostrar su lealtad al régimen. Aquí, en Tucumán, no hay fuego, pero no estamos tan lejos del peligro de combustión. Claro, ya no sólo son los niños, y el sacrificio será menos glorioso... y mucho más inútil.