A 15 años de la muerte de Mercedes Sosa: la guillotina de los rojos ponientes
Por Alberto Rojo
Para LA GACETA - ANN ARBOR (EEUU)
Varias veces me habló —en largas charlas que para ella eran distendidas pero en las que yo nunca logré soltarme del todo, mientras degustábamos a solas, en el cuarto de la televisión en su departamento de Carlos Pellegrini, algún plato casero preparado por María (lampriao, arroz con pollo picante, pan tomaca) regado (siempre) por un shiraz de Finca la Anita del que ella tomaba apenas un sorbo— de un lugar en los cerros de Tucumán, un “lugar que me da mucha energía”. El lugar, me decía, tenía algo especial: “al atardeder el cerro se pone rojo”. Puedo escuchar el sonido grave y largo de la primera “o” de “rojo” reverberando en el aire. Lo describía como un efecto mágico, y mientras lo hacía me clavaba una mirada característica, esperando mi reacción, quizá anticipando algún comentario científico mío. Al atardecer el sol está cerca del horizonte y su luz blanca tiene que atravesar mucha atmósfera hasta llegar a la montaña. En el camino va perdiendo sus componentes azules y cuando llega a la ladera proyecta un brillo rojizo. Nunca se lo comenté. Me pareció innecesario. Sí, en cambio, comentamos algunas alusiones poéticas a los atardeceres rojos. La coincidencia entre “la guillotina de los rojos ponientes” de Cansinos Assens, “el sol crucificado en los ponientes” de Borges, y “un degüello de soles muestra la tarde” de Yupanqui.
Su sensibilidad poética fue clave (me lo dijo varias veces) en su elección de repertorio. En más de una ocasión me leyó por teléfono letras de canciones que estaba estudiando. “Escuchá qué maravilla esto”, me dijo y me leyó “Pájaro de Rodillas” de Zitarrosa. Y en la siesta (que hoy me resulta inconcebible) del 9 de julio de 2006, en Mendoza, me llamó desde el hotel Aconcagua al celular de Ana Cao, con quien yo estaba almorzando, para leerme, maravillada, mis haikus de “Ni Si Ni No”. Se los había mencionado la noche anterior. “A ver mostrámelos”, me dijo. Al día siguiente los imprimí en un locutorio de la peatonal (que estaba abierto un domingo a la mañana) y se los di a María. “A estos los quiero cantar”, me dijo con un dictamen que, para todo cancionista -y ella lo sabía bien- representa una especie de bendición papal. Meses después, el 1 de noviembre, la estrenaríamos juntos en el último concierto del Teatro Colón con la orquesta estable dirigida por Pedro Ignacio Calderón
Al año siguiente, el 8 de junio, me hizo otro regalo que anoto antes de que la memoria del tiempo, que genera y modifica sus propias anécdotas, me diga que lo inventé. La noche anterior me había invitado a tocar con ella en el Pavillion (una cancha de básquet para 7 mil espectadores) de la Universidad de Illinois, en Chicago. Íbamos en la limosina (ella, María y yo) al aeropuerto, a tomar el vuelo a Nueva York, donde tocaría con ella en el City Center el sábado 9. Nos enteramos de que todos los vuelos a Nueva York estaban cancelados (nunca me quedó claro por qué). En el aeropuerto, los mostradores de United Airlines eran un hormiguero de gente cambiando itinerarios. Fabián analizaba alternativas para llegar a Nueva York. Tímidamente le sugerí que alquiláramos una “mini van” (quizá en Argentina le llamarían “cuatro por cuatro”, pero para mí eso sigue siendo un ritmo y no un auto). Aceptó al instante. Alquilé una Dodge Durango blanca de tres filas y en menos de una hora estábamos en la autopista 80 hacia el este, en el comienzo de un viaje casi irreal que duraría toda la noche. Manejamos, alternadamente, Fabián y yo. En la segunda fila iba María. En la tercera, ella. Antes de la medianoche, en algún lugar genérico de Ohio, paramos en un McDonalds. Me divertían sus comentarios sobre la gente: “Mirá que gorda esa chica Alberto, ella no tendría que venir a comer aquí”. En Pennsylvania me hicieron una multa por exceso de velocidad; 95 dólares por ir a 84 millas por hora. “Tenés que escribir esto Albertito”, me diría al día siguiente, “dos tucumanos por la ruta norteamericana”. Pero el instante que atesoro había ocurrido antes, a la tarde, al salir de Chicago, cuando el secular disco de plata apareció entre la Sears Tower, y ella empezó a tararear “luna que se quiebra, sobre las tinieblas de la soledad”.
Si repienso por qué, a pesar de que me abrió su amistad, nunca me solté del todo con ella, concluyo que siempre me sentí frente a un ser sobrenatural. Alguien cuya voz era apenas la superficie sonora de un universo interior complejo y misterioso. Pero a la vez alguien con cada uno de sus cables minuciosamente conectados a los circuitos cotidianos. Un ser de la décima esfera de los cielos celestes capaz de bailar la chacarera en patios de tierra. Una Calíope que encargaba empanadas de mondongo. Alguien con ese doble don innato de llegar a las profundidades abstractas del alma sufriendo a la vez el dolor concreto de la injusticia. “La injusticia existe Albertito”, me decía cuando rememoraba los tiempos duros de su vida.
Hoy pienso que, así como la muerte del sol – con su “brillo desesperado y final que herrumbra la llanura” – es el anticipo de un renacer constante, a mí me resulta injustificado despedirla.
© LA GACETA
Alberto Rojo - Físico, músico y escritor tucumano. Profesor del Departamento de Física de la Universidad de Oakland. Publicó en coautoría con el premio Nobel Anthony James Legget. Sus canciones fueron grabadas por Mercedes Sosa, con quien tocó en distintas oportunidades. Este artículo fue publicado originalmente en “El Pulso Argentino” en 2009.