

Es mediodía, azota un calor infernal y el ómnibus -¡al fin!- llega a la parada de Córdoba al 600. Casi al final de la fila, larguísima y nutrida por un ramillete de semblantes fastidiados, se recorta la figura de una mujer. En una mano carga dos bolsas del súper, en la otra maneja un bastón. Le cuesta moverse, se nota que el cuerpo le pesa tanto como los años. La transpiración le ha empañado los anteojos. ¿Qué sucede entonces? ¿Se hacen todos a un lado para dejarla subir primero? A nadie se le ocurre. Pues bien, trepan todos al colectivo -la señora al último- y el segundo acto de esta vergonzosa tragedia se concreta cuando ningún pasajero se levanta para darle el asiento. El viejo truco de desentenderse mirando por la ventanilla funciona a pleno sobre esa caldera sobre ruedas que se apresta a cruzar el meridiano de las 12.45. Es un martes tucumano de verano, uno más.
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Esta pequeña historia da pie para pensar en qué nos hemos convertido como sociedad.
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No hace falta contar con una estadística científicamente corroborada para comprobar que la abrumadora mayoría de los motociclistas circula sin casco por calles y rutas provinciales. Lo llamativo es el argumento que cobra cada vez más potencia entre los conductores: “si me obligan a ponerme el casco están atentando contra mi libertad”. En otras palabras: “si no quiero usar casco es mi decisión, hago con mi cuerpo lo que quiero”.
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El razonamiento se atiene al mandato que imponen los tiempos que corren: el individualismo a ultranza como forma de vida. Las normas, en consecuencia, quedan subordinadas a las motivaciones personales. Ya no sirven para regular el funcionamiento de una sociedad, sino para entorpecerla, llenándola de regulaciones molestas y absurdas. En otras palabras: si quiero romperme la crisma al caerme de la moto es cosa mía. Siguiendo el mismo hilo, cualquiera podría negarse -por ejemplo- a colocarse el cinturón cuando lo dispone el personal de a bordo en un avión. Estaría atentando contra la libertad de salir eyectado de la butaca en medio de una turbulencia.
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Lo que está cambiando son paradigmas y estas manifestaciones no son más que el reflejo. Se daba por hecho que determinados principios de la vida en comunidad eran inmodificables, pero a medida que va disolviéndose el tejido social todo queda en veremos. Émile Durkheim, uno de los padres de la sociología, subrayó que hay una conciencia colectiva que se impondrá siempre sobre el pensamiento personal. Pero Durkheim no imaginó el siglo XXI tal como lo estamos experimentando: primero yo, después yo. En otras palabras: traslademos a la anciana del bastón a la cubierta del Titanic. Hoy no sólo la dejarían afuera de un bote; por las dudas, alguien se ocuparía de tirarla al agua.
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La sensación es de muchísima confusión, sobre todo cuando se esgrimen los derechos individuales para justificar lo que no es otra cosa que desobediencia civil. Los derechos están clarísimamente explicitados por las leyes, empezando por esa ley suprema llamada Constitución, y no están sujetos a interpretaciones personales del estilo “estás atentando contra mi libertad”. Pero no está tan claro eso de que el bien común prima sobre el sálvese quien pueda. Entonces, la consecuencia es una sucesión de microestallidos que varían en intensidad; desde un señor que se agarra a trompadas con el guardavidas que no lo dejó meterse al mar en una zona restringida al que le pega un balazo al vecino por el volumen de la música.
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De un tiempo a esta parte la escuela es objeto de infinidad de ataques, que abarcan tanto la calidad de la enseñanza que imparte como su rol en la formación de los ciudadanos del futuro. Es fácil pegarle a la escuela, sobre todo porque sus propias falencias abren toda clase de flancos. Pero de la educación hogareña, que es la más importante, se habla mucho menos. Como si los chicos que van a clases salieran cada mañana de un repollo, y no de núcleos familiares en los que las cosas no marchan bien. De padres indiferentes, semiausentes, sumergidos todo el tiempo en las pantallas, saldrán hijos maleducados y tan dependientes del celular como ellos. ¿O esperan que el chico agarre una novela de Julio Verne mientras en la casa todos se la pasan chateando? Sostenía Durkheim que existe una solidaridad mecánica, desarrollada en forma natural en el seno de pequeñas comunidades -como puede ser una familia-. Siguiendo la línea de la desintegración social, hasta esa solidaridad mecánica y de tribu, que llevaba a que todos se cuiden entre sí, está dejando de practicarse.
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El respeto, la tolerancia, hasta ese anacronismo de épocas remotas llamado cortesía, se inculcan y se fomentan. Son conductas a imitar. El problema se agudiza si el modelo dominante es, justamente, el opuesto. Si es el propio Presidente de la Nación el más soez, cruel y denigratorio en sus expresiones, al punto de hacer gestos masturbatorios desde un atril, ¿cómo esperar que se comporte el resto? ¿No termina funcionando como luz verde, habilitando que desde X el Gordo Dan se burle de Martín Caparrós y de la ELA que padece?
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No sorprendió entonces que el Gobierno nacional haya utilizado los términos idiota, retardado, imbécil y débil mental para referirse a personas que sufren distintos grados de discapacidad. Fue en una resolución publicada en el Boletín Oficial. Consumado el escándalo dieron marcha atrás y se limitaron a decir que fue un simple error; el Ministerio de Salud sostuvo “nosotros no fuimos” y la solución fue echar a una funcionaria de tercera o cuarta línea. De la cuestión de fondo -la discriminación, otro signo de los tiempos que corren- nadie se hizo cargo.
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Nada de esto parece ser importante para una opinión pública atrapada en la grieta, que es la lógica del amigo/enemigo. La grieta es una zona gris en la que todo está permitido porque, al de la vereda del frente, ni justicia. En lo personal, ese vale todo se convierte en una coraza que impide la contaminación de la vida en sociedad. No extrañan entonces el enojo, la intemperancia, el insulto, todo eso que hace a la realidad cotidiana en las calles, en el trabajo, incluso hasta en los momentos de esparcimiento. Ni hablar de las redes sociales. En nombre de la libertad tiro la basura donde quiero, ofendo a quien quiero (en aras de la libertad de expresión, por supuesto), infrinjo normas de toda clase y hasta me doy el gusto de negarle el asiento a una anciana. Que lo haga otro, conmigo no se metan.
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¿Qué pasó finalmente en el ómnibus? Se puso de pie un adolescente, bien al fondo. Allá fue la mujer, a paso lento, abriéndose paso en la lata de sardinas hasta llegar casi a la puerta trasera. “Gracias, hijo”, le dijo. Y justo cuando daba para pensar “no todo está perdido”, el muchacho en cuestión bajó en la parada siguiente.