

Cartagena de Indias, con su aura colonial y el eco de antiguas leyendas, recibió a Mario Vargas Llosa en el atardecer del jueves 28 de enero de 2010. Era el invitado estrella del “Hay Festival”, un crisol de mentes creativas donde escritores, cineastas y músicos suelen confluir en el vibrante caribe colombiano.
Pasó la noche junto a su esposa Patricia Llosa en una suite del Santa Clara, un antiguo convento convertido en hotel, que respira historia entre sus muebles de madera y galerías con amplios ventanales.
Aquella vez, el autor peruano todavía no había ganado el Nobel de Literatura, pero su nombre aparecía entre los eternos candidatos. A la mañana siguiente se despertó sabiendo que le esperaba una maratón de entrevistas; sin embargo, el destino le tenía reservada una ironía. La puerta de su habitación, como un guardián caprichoso, se negó a ceder y se encontró prisionero entre cuatro paredes. La impaciencia se apoderó de él mientras forcejeaba con el cerrojo rebelde.
De repente, el pasillo fue un hervidero de murmullos. “¡Sáqueme de aquí!”, clamó a Ana María Aponte, la jefa de prensa, quien no podía creer la inverosímil situación. “Yo voy a dar todas las entrevistas que quiera, ¡pero sáqueme de aquí!”, gritó desde adentro de la habitación.
Fastidio
Tras una serie de maniobras desesperadas, la puerta finalmente se rindió. Vargas Llosa emergió con el rostro crispado por el fastidio.
Aquellos días pude ver a un Vargas Llosa cansado y fastidioso de tantas preguntas sobre política latinoamericana. Las consultas giraban sobre Hugo Chávez y Álvaro Uribe. Por momentos, la incomodidad del escritor era evidente. “Por favor, no quiero hablar más de política. Hablemos de literatura”, dijo con firmeza.
“Al principio, todo lo que escribía era malo -dijo Vargas Llosa-. Letra muerta, sin inspiración. Tenía que reemplazar esa carencia con trabajo y esfuerzo. Así me convertí en un escritor disciplinado, como Gustave Flaubert, quien transformó su falta de talento innato en una virtud a través de la perseverancia”, agregó.
Luego, Vargas Llosa se mostró más relajado. “Aprendí a leer a los cinco años, y fue lo más importante que me pasó en la vida -resaltó-. La lectura me permitió vivir en un mundo mil veces más rico y aventurero que el real. Me sumergía en el tiempo y en el espacio, y ese placer inmenso me empujó hacia la literatura”.
El asedio de los lectores era implacable en los pasillos. Era lógico: tenía muchos años sin volver a Cartagena. Además, la presencia del peruano y del colombiano Gabriel García Márquez generaba expectativas sobre un posible reencuentro. Sin embargo, ambos mantuvieron las cosas tan distantes como habían estado hasta entonces.