Un insulto a la argentinidad

Es 27 de noviembre de 1939. Ortega y Gasset va a dar una conferencia en La Plata, durante su tercera y última visita a la Argentina. Pensó escribir un libro sobre nuestro país, pero no le alcanzó la vida. Menos mal. ¡Ortega y Gasset! Doble apellido. Y con “y”, como si el filósofo no se resignara a renunciar ni al padre ni a la madre. En Argentina, eso suena raro. No sólo largo: raro. Como si llevara en el nombre una pequeña cursilería genealógica. O peor: una ternura.

Es un periodista demasiado escritor para los diarios, un intelectual demasiado periodista para la academia. Gran generador de titulares y de polémicas. Por caso, todavía se discute cuán antidemocrático es su pensamiento. Cada vez que vino a nuestro país nos tiró naranjazos. Hay mucho material: no es lindo lo que dice, y nosotros, lectores del siglo XXI, nos horrorizamos especialmente por algo muy puntual: no dice lo que queremos escuchar. Al contrario, nuestra época se caracteriza por decidir de antemano qué queremos oír. Todo es un cálculo de audiencias. De todas maneras, están muy bien formuladas, como aquella de: “El argentino es el hombre a la defensiva, que se comporta como si ya fuera famoso.” Ortega y Gasset admira nuestra vivacidad, nuestra inteligencia, nuestra cultura, pero desconfía de cierto gesto hueco de nuestra intelectualidad: “El argentino tiene un poder prodigioso de hablar con abundancia y seguridad sobre un libro que no ha leído, sobre una obra que no existe.” Gran talento.

No es que no nos haya conocido. Incluso a los tucumanos. En 1916, durante su primera gira por el país, dio una conferencia en la Sociedad Sarmiento ante un público desbordado. Lo presentó Alberto Rougés. Habló del hombre solo en la creación, del corazón en conflicto con el cerebro. Lo alojaron en el Savoy y lo despidieron en la Casa de España. Por unas horas, Tucumán fue parte de su mapa filosófico.

No es una fijación con los argentinos. Supo hacerlo con sus compatriotas y contra otros íconos universales. En ocasión del centenario de Goethe (la referencia se la debo a Caty Hynes), Ortega y Gasset acusó al máximo representante de la literatura alemana del siglo XVIII de haber tenido una sinceridad superficial. El madrileño tenía una tesis muy sencilla que compartió con el público admirador del gran Fausto: Goethe tenía una virtud que no era exclusiva suya: “El mono es sincero. También el loco. También el niño. La sinceridad sin forma es una barbarie.” Decirle mono a Goethe en su cumpleaños no estuvo mal. No faltaron respuestas sinceras.

Volvamos a 1939. Va a ser su insulto más famoso, casi un slogan que nos imputamos entre nosotros cada dos por tres. El español va a entrar, hablar sobre Galileo, sobre su tesis de que la revelación y la razón científica no son capaces de contentar nuestro tiempo. En un punto que es genialidad, audacia, inteligencia de periodista, va a dar uno de los titulares más famosos de nuestra historia: “¡Argentinos, a las cosas!”. La enorme ironía de que se convierta en un latiguillo no debe pasar desapercibida. Es una frase rara, difusa, que insulta e indigna incluso cuando no se la comprende del todo. Esa frase jamás se lee con su contexto, con su circunstancia. Se recita como arenga o destino.

Don Ortega y Gasset tiene un lugar menor en los estudios en Argentina. Desde aquella Sociedad Sarmiento abarrotada de tucumanos hasta nuestros días ya no es igual su gravitación en la cultura académica argentina. Quizás nos sobran los motivos. Borges tenía algunos: «Sospecho que Ortega era rico en frases tan indefendibles como la del hombre y sus circunstancias. Odio las circunstancias: creo que, en lo posible, hay que vivir sub specie aeternitatis», le dice a Bioy en sus voluminosas “sacadas de cuero”. Más razones atendibles: Ortega y Gasset estaba demasiado pegado a las circunstancias —a las suyas, a las nuestras—, quizás dos sentidos para una misma designación. Por último, argumento no excluyente: su insistencia en insultarnos haciendo énfasis en lo que de charlatanes y procrastinadores tenemos.

Esas serían razones válidas, o al menos entendibles. Creo que hay una que es inaceptable —y que temo muy probable—: porque escribe en español, porque piensa y discute en castellano. Si nos insultan en alemán, en francés o en la lengua del Dante, ahí es otra cosa.

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