Hasta no hace mucho tiempo, los términos asociaciones y docencia, parecían excluirse. El educador, de acuerdo con su imagen tradicional, era visto y él mismo se veía como un pilar del orden en la república liberal, ajeno a huelgas y movilizaciones callejeras. Es que se pensaba, y aún en parte se piensa, que el estatus del educador debe merecer la atención la atención especial de los poderes públicos, dada la naturaleza de su misión. Esta arraigada concepción estaba estrechamente ligada al culto sarmientino, vale decir, a la posición de primacía que el gran sanjuanino había asignado al maestro en la mecánica civilizadora. “Educar al soberano” había sido la consigna que durante décadas rigió una vasta acción que, bajo las normas de la ley 1420, ha de reconocerse como eficaz en grado sumo, pues ubicó a la Argentina en los primeros rangos entre los países alfabetos del mundo. Esta efigie sarmientina del educador contrastaba con su situación concreta, con la carencia de normas legales hasta la sanción del estatuto docente que protegieran la profesión del arbitrio de altos funcionarios y de gobierno que, sobre todo en provincias, acudían al cómodo expediente de no abonar los sueldos del magisterio durante meses para resolver dificultades presupuestarias. Pero la mística del apostolado (“yo sembré abecedario, allí mismo donde se siembran los trigales”, decía el maestro Almafuerte), el normalismo como estructura subyacente y la relevancia social del maestro en el seno de la población, la defendían de esas erosiones. Con todo, en el curso de los últimos años, toda esa contextura se disuelve.
Pedro Pablo Verasaluse
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