Hay una escena que no puede pasar desapercibida para ningún lector en El Eternauta (1956-1959) de Héctor Germán Oesterheld, que es la partida de truco que están jugando Juan Salvo con sus amigos cuando, previo a que la radio anuncie nuevos experimentos atómicos de Estados Unidos, al corte de luz y la llegada de la nevada mortal, en la partida los jugadores de desafían con “el tanto” y van duplicando la apuesta hasta llegar a “la falta envido” que “significaba” para el ganador “el chico”.
La emblemática obra de Oesterheld propone un héroe colectivo, única vía para salvar a un mundo en el que prima el individualismo. Valecuatro, es el título de la flamante novela editada por Alfaguara del periodista, guionista y escritor Marcelo Figueras. El “vale cuatro” también sirve para duplicar la apuesta, pero ya no en el tanto sino en el juego mismo. Y el autor de esta novela, que transcurre en los tiempos de la última dictadura argentina, nos deja en claro que en esa sociedad individualista no hay ningún héroe colectivo posible sino personas que no terminan de dimensionar lo que sucede a su alrededor.
“Era tratar de encontrar un equivalente literario en términos de estilo a lo que es la metáfora de la rana a la que pones en la olla a hervir. Cuando ponés una rana adentro de una olla arriba del fuego, al principio la rana está en plena joda, no se da cuenta por qué está en el agua. Pero llega un momento en que el agua en la que estaba boludeando de la manera más frívola se calienta tanto que ya le impide salir de ahí y entonces termina en sopa de rana, y un poco era esa la idea. Recrear cómo, de repente, un día terminas descubriéndote que estás en el medio de una sociedad espantosamente autoritaria y, cómo sin darte cuenta, te comiste todo el camino hacia ahí. Cuando te das cuenta, el agua está demasiado caliente”, comenta Figueras.
-¿Es posible determinar cuándo se te aparece la novela?
-A fines del año ‘23, cuando casi lo teníamos encima a Milei me di cuenta de que me empezaban a bombardear todos estos recuerdos de aquellos años. Al principio no entendía por qué, porque yo no soy particularmente nostálgico de ese tipo de cosas. Me empecé a preguntar, por qué me vuelve… Digo: “qué está pasando que estamos en esta jarana, frente a este tipo inarticulado, impresentable, autoritario, violento, admirador de Thatcher, que te dice todo el tiempo que lo único que le interesa es la guita, y no lo estamos tomando en serio, ¿no? Ni aquellos a quienes nos parece un peligro, ni a aquellos que lo escuchan y se ríen con él y van a terminar votándolo.
-En Valecuatro, además de su estructura -divida en “la primera”, “la segunda” y “la tercera”-, aparecen alusiones permanentes al juego del truco. ¿Lo tenías resuelto desde el comienzo?
-Sí, son esas cosas que ocurren y uno las va racionalizando después. Por un lado, es algo que tiene mucho que ver con mi concepción de la literatura. Para mí la literatura es esencialmente juego. Cuando escribo, es la manera en la cual todavía siendo adulto me permito jugar. Hay determinadas cosas que a esta altura de la vida se supone que uno no debería hacer, por lo menos adelante de otra gente, en materia de juegos infantiles. Por eso, y para pesadilla de mis editores, cada novela que escribo no tiene nada que ver con la anterior, porque cada oportunidad de escribir una novela nueva me pegunto “¿y ahora a qué voy a jugar?”. Aunque me di cuenta que este ánimo lúdico en el que escribo también tiene un punto de contacto con Kamchatka, porque Kamchatka era una referencia muy clara y directa a un juego, en ese caso al TEG. Entonces creo que de alguna manera -aunque no fue pensado así-, las dos novelas tienen un ánimo similar. En el deseo de jugar y en el ejercicio del humor constante sobre el trasfondo de una tragedia. Así como los niños, los protagonistas de Kamchatka jugaban todo el tiempo a pesar de que se estaban fugando de los militares. Acá el protagonista, que es un adolescente que está cursando su secundaria -que termina partida en dos por la dictadura, porque cuando está en tercer año es el año ’76-. Es un poco esa mezcla de cómo elevarse a través del juego y del humor por encima de la tragedia.
-Y en esta cuestión de juegos, tenemos una voz de un narrador que interpela constantemente al lector haciéndolo parte de lo que está viviendo y cómo lo está transitando.
-Es ahí donde se entremezcla el juego de la literatura y el juego estrictamente hablando. Cuando jugás una partida de truco, obviamente necesitas a alguien enfrente. Entonces siempre está claro que hay un ida y vuelta. Cuando escribís estás haciendo lo mismo, planteándole al futuro lector o lectora un juego potencial. Yo tengo estas cartas y te las voy a repartir. Mi primer deseo es que juegues conmigo y después ver adónde llegamos con la partida. Por eso me parecía que tenía gracia transparentar el código con el potencial lector o lectora desde el inicio: “a mí me gustaría que juegues conmigo”. Creo que, contra la tradición del artista solitario en la torre, que vive tan solo para satisfacer sus propios apetitos intelectuales, yo escribo para la gente, esperando que alguien me lea.
-En Valecuatro tenemos una voz en primera persona y en este caso particular sucede algo interesante con lo que jugaba Borges, cuando de manera deliberada introducía referencias a su persona o que el lector podía asociar directamente con él, para borronear aún más esa línea difusa entre narrador y autor.
-Cuando tenés un relato en primera persona, a alguien que dice estar contándote lo que le pasó, es medio inevitable. Sobre todo si uno tiene cierta presencia en los medios y alguna gente conoce tu cara y tu voz, entonces pasa lo que decís. Uno tiende a escuchar la voz de la persona que conoce como si te lo estuviese contando. Siempre pienso en Charles Dickens, que además de ser uno de mis escritores favoritos, hacía eso. Más que presentar sus libros formalmente como lo hacemos ahora, lo que hacía era lecturas de fragmentos de sus distintas obras y él -que en algún momento había soñado con ser actor- interpretaba los textos.
-Eso que planteás de Dickens solés hacerlo en la radio compartiendo con tus oyentes adelantos de tus novelas.
-Para mí eso es un placer. Siempre sufrí, sobre todo con mis primeras novelas -era un mundo preinternet- que lo único que podías hacer era lanzar la novela al mundo como un mensaje adentro de una botella y ahí se terminaba todo el feedback que podías llegar a tener. En el mejor de los casos alguna crítica, pero la crítica es otro tipo de feedback. Las redes permiten esto otro que a mí me da mucho disfrute. Empezar a visualizar el diálogo real que existe con los y las lectoras. Antes de esto, lo que lo que más disfrutaba era ir a ver las películas de las que yo escribía guiones, sentarme al fondo no interesado en ver la película sino en pescar las reacciones de la gente. Y ahí recién entonces se completaba para mí el acto creativo.
-Desde lo estructural estamos ante una novela que escapa a lo convencional. Cuenta una historia muy densa, pero evita la estructura clásica “introducción-desarrollo-desenlace”.
-Era parte de la intención. La novela lo que cuenta es la adolescencia, la secundaria del narrador, que empieza en el ‘74, en lo que fueron los dos únicos años de democracia plena de este pibe, porque hasta entonces había vivido entre dictaduras y semidemocracias condicionadas por la proscripción del peronismo con el gobierno de Frondizi o Illia. Es decir, empieza en el ‘74, en lo que es ese quilombo de primera democracia plena de su vida; en el 76, en el tercer año le cae la dictadura, y la termina en el 78, que es el año del Mundial, un año de carga simbólica grande. Y a mí lo que me importaba era precisamente que no hubiese una historia muy mandante, sino que fuese más bien una serie de viñetas de cosas que el chico va contando: la llegada al colegio, cómo va descubriendo el sexo, los profesores y toda esta cosa que tiene tanto que ver con la clase de anecdotario que creo que todos y todas tenemos con respecto a nuestra propia secundaria. Donde parece que no va pasando nada, pero claro, al mismo tiempo va pasando la historia por detrás, y en este caso, tenés una dictadura atrás.
© LA GACETA - Flavio Mogetta



















