Especie Traidora es el nombre del documental que se estrena en los próximos días y que pone en valor la figura del profesor de Física Daniel Córdoba. El título no es un capricho: así se autodenominaban, con ironía adolescente, los primeros estudiantes de secundaria que comenzaron a reunirse clandestinamente… para estudiar física los sábados con él. Ese grupo improbable se multiplicó y terminó colocando a decenas de salteños en el Instituto Balseiro, la usina científica más prestigiosa del país. Estos traidores y su infame líder merecen este homenaje.
Susan Haack sostuvo que la lógica no es un mecanismo vacío: se vuelve fecunda cuando se deja atravesar por paradojas. Lo mismo podría decirse de la docencia y en especial de la tarea del profesor Daniel Córdoba (Nacido en Jujuy en 1958 y fallecido en diciembre de 2019). Córdoba convirtió las paradojas en motores pedagógicos. Arrancamos con una boba pero decidora perplejidad: Córdoba nació en Jujuy, trabajó y se hizo famoso en Salta. Desde el nombre, el nacimiento y el domicilio es imposible de reducir a un solo lugar.
La paradoja del megáfono y la boca cerrada. Córdoba se presentó en el colegio una mañana con un megáfono en la mano causando reproches pedagógicos obvios. La explicación suya: quería hablar menos. Solía regalar su libro de cabecera a los colegas, Dar clase con la boca cerrada de Don Finkel se nota que cuando hablaba, hablaba.
La paradoja institucional. En 1995, cuando su primer alumno ingresó al Instituto Balseiro, la universidad en lugar de celebrarlo lo reprendió: le habían prohibido expresamente organizar semilleros para competencias. La pedagogía políticamente correcta iba en contra de las contiendas, todos tienen su saber. Claro, pensó Córdoba, pero si no les enseñamos Newton, sólo Newton y los otros alumnos lo van a saber. “No va con el espíritu institucional”. Odiaba esa entelequia metafísica del alma del colegio que pretendía clausurarlo. Sin dejar que el espíritu lo posea emprendió la experiencia educativa más influyente de Salta en el campo de la ciencia.
La paradoja clandestina. Tras ese choque, Córdoba decidió ocupar aulas vacías los sábados, el colegio era universitario. Empezó con tres chicos, a veces con ninguno, hasta llenar un anfiteatro. De aquí lo de “especie traidora”.
La paradoja del error. Podía resolver cualquier problema en segundos, pero prefería no hacerlo. “Celebrar las metidas de pata” era su método.
La paradoja del relevo. Los alumnos más avanzados se convertían en tutores de los nuevos. Aprender y enseñar se fundían en un mismo gesto. El taller funcionaba como una bicicleta: impulso da en el equilibrio y Córdoba se retiraba y pedaleaban hasta el Balseiro.
La paradoja económica. Nunca cobró por esas clases. O sea, podría no haberlas dado y cobrar la misma poca plata. No por asceta, sino por pobre y gracias a nuestro sistema educativo que aplaude mucho más de lo que financia. El profesor Córdoba se sostuvo con la ayuda de ex alumnos, donaciones y fotocopias compartidas. Lo que parecía precario terminó siendo incalculable: un semillero científico que llegó a colocar hasta un 23 % de los ingresantes al Balseiro desde una provincia del interior.
Córdoba enseñó a habitar paradojas hasta que se vuelven experiencia compartida. No hacer las cosas fáciles, sino, digamos, aprender a saborear la dificultad. En sus propias palabras, aprender ciencia era una larga paciencia, había que convivir con el problema no resuelto. Una ironía “de moño” es que, si uno busca al “profesor Daniel Córdoba gran maestro” en internet, sale que es un famoso director técnico de Estudiantes: ¡En el palo!





















