Historias coloniales: quiénes fueron las “brujas” y “hechiceras” cazadas en el Tucumán del siglo XVIII
En el Archivo Histórico de Tucumán descansan documentos que relatan los juicios por hechicería. En ellos no sólo se lee el miedo a lo sobrenatural, sino también la mirada con que la sociedad colonial juzgaba a las mujeres, a las esclavas y a todo aquello que fuera diferente.
Entre los estantes del Archivo Histórico de Tucumán, donde el tiempo parece suspendido en polvo y papel, se guardan historias que alguna vez ardieron en la imaginación de una ciudad temerosa del misterio. En las cajas metálicas que resguardan los documentos coloniales, descansan los rastros de un Tucumán que temía a las brujas, que veía en el canto de una esclava, en el remedio de una curandera o en la oración murmurada a medianoche la posibilidad del mal.
Uno de esos rastros lleva nombre: Inés, una mujer negra esclavizada que en 1703 fue acusada de practicar hechicería. Las páginas del expediente -con su caligrafía temblorosa y su lenguaje de sospecha- la describen como una presencia inquietante. Ella hablaba con las plantas, preparaba ungüentos, susurraba oraciones que mezclaban el latín aprendido de misa con palabras de origen africano. Los vecinos la temían y la buscaban al mismo tiempo; decían que curaba fiebres y atraía amores, pero también que podía torcer destinos.
El juicio contra ella no sólo revela un caso de superstición colonial sino que expone los miedos de una sociedad marcada por la esclavitud, la religión y el control sobre el cuerpo femenino. En esas declaraciones judiciales se lee cómo el poder persigue a lo diferente, cómo el saber popular se confunde con el pecado, y la historia de las mujeres que fueron nombradas brujas por atreverse a existir fuera del orden.
Más de tres siglos después, esos expedientes vuelven a abrirse. La tinta desvaída conserva los conjuros de una época, pero también las huellas de quienes intentaron borrarlos. En la mirada de una escritora que los rescata, en la lectura que vuelve a darles voz, las viejas “brujas” regresan no como amenaza; más bien como símbolos de memoria.
Documentos dormidos
En 1703 Inés Negra, una esclava de la encomienda de don Francisco de Luna y Cárdenas, fue acusada de “hechicería y encantamiento”. Su caso, completo y estremecedor, fue rescatado por la profesora y magister en lingüística hispánica, Milagro García Marengo en “Con poco temor de Dios”.
PRESERVADOS. Los expedientes llevan guardados siglos en latones y deben ser manipulados con mucho cuidado.
“Llegué a Inés haciendo una investigación lingüística sobre el español andino. Me interesaban los casos en los que aparecieran testigos quechuahablantes”, explica. “Este juicio me pareció interesante porque es uno de los pocos expedientes completos, y porque ella era una esclava negra. En los otros casos conservados, las acusadas son, en su mayoría, indias”, señala.
Inés no hablaba español, pero comprendía el quechua. Su voz, filtrada por intérpretes y escribanos, llega hasta hoy cargada de dolor. Fue acusada de provocar enfermedades con ayuda del demonio, de haber “hechizado” a vecinos distinguidos, y de hablar con el diablo vestido de español. El expediente narra con detalle los tormentos, los interrogatorios y su final.
En la sentencia el escribano la registró con la solemnidad de los actos públicos. Inés debía ser azotada y su castigo pregonado por las calles para que todos supieran lo que ocurría cuando una esclava osaba invocar fuerzas ocultas. Antes de dictarla, los testigos narraron con espanto el conjuro que ella misma había confesado. Un sapo blanco desenterrado en el patio, abierto con un cuchillo para extraerle tabaco y espinas de su vientre. Por esa razón la llevaron a la plaza, la ataron al cepo y, antes de ejecutarla, un pregonero recorrió las esquinas del Tucumán colonial repitiendo su sentencia: “Quien tal hace, tal pague”. Así se purgaba el escándalo, así se pretendía borrar la huella del hechizo. Mientras que los papeles, sellados con tinta y siglos de silencio, conservaron aquello que el pregón quiso disipar. El nombre de una mujer que fue esclava, acusada, y finalmente convertida en espectro de la historia.
“En todos los casos de hechicería, las acusadas son mujeres -añade García Marengo-. Los hombres, en cambio, eran considerados curanderos. Bastaba una enfermedad sin explicación aparente para que se atribuyera el mal a un maleficio practicado por alguna mujer”.
¿Cómo se conservaron tan bien los documentos que narran la historia? En el Archivo Histórico de la Provincia, su director Javier Critto y la subdirectora Carolina Juárez, cuentan que los papeles conservam su acervo en las emblemáticas cajas de latón ideadas por Guillermo Aráoz, uno de sus primeros directores a comienzos de 1900.
Aráoz, un estudioso adelantado a su tiempo, ideó este sistema para organizar los expedientes que se encontraban dispersos y desordenados. El material resultó ser una herramienta de conservación excepcional. Gracias a esas cajas, documentos de más de cuatro siglos se mantienen en buen estado pese al clima húmedo y caluroso de Tucumán. “Aun sin condiciones controladas de temperatura o humedad, los papeles no se oxidaron”, señala el historiador Guillermo d’Hiriart.
Fe, superstición y castigo
La frontera entre ciencia, superstición y religión era, en aquel entonces, borrosa. Un médico que parte un huevo en la orina de una enferma para diagnosticar un hechizo; una dueña que acusa a su sirvienta de bruja y, a la vez, consulta a un sanador indígena. El Tucumán del siglo XVII y XVIII era una sociedad en la cual el miedo funcionaba como método de control.
“Es probable que Inés haya sido una encantadora, alguien a quien acudían para pedir trabajos o curaciones”, reflexiona García Marengo. “La diferencia es que hoy esas prácticas no están penadas por la ley, pero entonces podían llevarte al potro o a la hoguera”, dice. Así, lo que hoy sería una partera o una herbalista, ayer podía ser condenada por hacer pactos con el diablo.
Otras condenadas
El primer juicio por brujería que se registró en Tucumán data de 1600. Lo reconstruyó Rodolfo Martín Campero en su libro “La india Petrona: crónicas de hechicerías e inquisiciones en el viejo Tucumán”.
“La historia ocurrió realmente y está debidamente documentada -cuenta Campero en declaraciones brindadas tiempo atrás a este diario-. La mujer fue acusada por un encomendero de haber causado una herida que derivó en una infección. Fue sometida a exorcismos y torturada hasta morir”.
Casi un siglo después, la india Luisa González fue acusada de hechizar a un capitán “atándole la pata a un sapo”. El caso fue ilustrado en carbonilla por Isaías “Yita” Nougués y conservado en la Unsta. Los dibujos muestran el suplicio, el potro, y el rostro de una mujer que no pudo defenderse.
Entre las sombras del monte y los murmullos del río, las historias de hechicería siguen vivas en la memoria popular, porque antes de que Halloween llegara del norte, en Tucumán ya se hablaba de conjuros, maleficios y mujeres que sabían demasiado. Así, entre los pliegues del tiempo guardados en latones del Archivo Histórico, la voz de la voz de Inés Negra todavía murmura: “wawachay... wawachay...”























