“Paso a paso”. Como decía aquel mensaje que surgió del cuidado que tuvo Reinaldo Merlo para que no lo cataloguen de mufa, así se condujo Javier Milei para bajarle la cortina a un año más que dispar. De esa forma, después de zozobras varias en lo cambiario antes de las elecciones y con un trotecito final cargado de dudas en materia legislativa sobre todo, pero con mucha más muñeca que todas las chapuzas que supo hacer durante dos años, el gobierno nacional consiguió aprobar ayer mismo en el Senado, aunque no completo por el tramo que se mancó en Diputados, su primer Presupuesto anual, lo que ha sido -sin dudas- uno de los grandes logros institucionales del año que se cierra.
Por supuesto que lo más saliente de 2025 fue el resultado de las elecciones de medio término, el ticket que le ha permitido al gobierno nacional dominar la escena legislativa, a partir de un mayor número de legisladores. A esa preferencia ciudadana, el oficialismo la supo complementar con una vocación bien pragmática de transar políticamente para conseguir adhesiones, sin miedo a que le digan que se hace amigo de la casta. Además, aprovechó el regalo de la nueva arquitectura del peronismo, hoy decididamente atomizado en tres o cuatro tribus que desgajaron su presencia legislativa, sobre todo.
Hay que considerar también como imprescindibles dos soportes fundamentales para haber llegado hasta aquí: el papel del Donald Trump y un reciclado bastante importante de actitudes y dichos poco republicanos que el mismo Presidente enarbolaba, hasta que lo avivaron de que se trataba de una irresponsable estudiantina. Un costado no menor es haber taladrado con el relato, en lo que el propio Presidente llama la “batalla cultural” y de haber impuesto dos conceptos que son clave para describir los nuevos tiempos: lo indispensable que resulta tener equilibrio fiscal y el término “reforma”, dos hits que también “paso a paso” se van metiendo en la cabeza de la gente, para bien o para mal.
En relación al segundo término, una verdadera bomba atómica para el quietismo, habrá que superar, desde ya, el miedo a lo desconocido porque esa palabra suele asociarse con ruptura de rutinas, pérdida de derechos adquiridos o cambios bruscos en la vida cotidiana. Además, en sociedades con memoria de cambios traumáticos (económicos, laborales, previsionales, etc.), el término activa reflejos de desconfianza. En otras personas, no tan cargadas por la historia, puede despertar expectativas de modernización, eficiencia y justicia, sobre todo si se vincula con la idea de “corregir lo que no funciona”. De allí, que durante un tiempo se deberá convivir de modo simultáneo con los dos sentimientos, lo que genera un terreno fértil para la disputa narrativa, ya que la sola instalación del término abre un campo de debate.
El gobierno nacional en este caso no debería dar por sentado que la palabra “reforma” será entendida como algo positivo y quizás por eso mismo lo ha variado en el caso laboral, lo que ahora se describe como “modernización”, la próxima tarea que tendrá el Congreso desde mediado de enero. Para darle sentido, sobre todo a este primer hito legislativo del nuevo año, el Gobierno debería construir un relato pedagógico que explique qué se reforma, por qué y cómo se protege todo aquello que la sociedad valora. Es un tema muy sensible el del trabajo y la clave estará en traducir cualquier abstracción teórica a impactos concretos en la vida de la gente: ¿qué se gana, qué se pierde y qué se transforma?
La “reforma” laboral será como anunciar que se va a remodelar una casa habitada y entonces, mientras algunas personas podrían temen que se derriben las paredes que les dan seguridad, otras sueñan con que por fin se terminará de arreglar las goteras. El resultado final dependerá de cómo se comunique el proyecto y de la confianza que genere el arquitecto, por más que habrá muchísimas discusiones ideológicas, jurídicas y prácticas que le meterán mucho fuego político al verano.
Jugar con reglas más o menos consensuadas siempre tranquiliza, sobre todo a los inversores, que empiezan a ver que Milei puede llegar a ser algo más que buenas intenciones. Pero, atención, que haber llegado hasta aquí no fue un paseo ni nada por el estilo, sino una guerra de nervios de varios costados que le pusieron sal y pimienta al nuevo Congreso y un moño bastante positivo a un período en que el gobierno nacional transitó casi siempre en un tobogán financiero y cambiario que no está resuelto todavía y habría que hurgar también porque, además, se ha llegado a la mitad de mandato.
Como imponen las reglas de los balances de fin de año, no existe una medida que iguale las partidas como en la contabilidad, ya que la política tiene reglas siempre más difusas -o no las tiene- a la hora de ponderar los ciclos. En materia contable, la ecuación es inapelable: activos y pasivos deben cerrar equilibrados, con ganancias o pérdidas, pero siempre bajo el principio de la partida doble. En la política, en cambio, el balance se construye sobre narrativas, indicadores elegidos o legitimidades disputadas. Lo que para unos es un logro, para otros puede ser un fracaso y así cada actor selecciona el cristal desde el cual proyecta su punto de vista.
Más que un cuadro ordenado, el balance político del año que se cierra se asemeja a un collage de piezas recortadas que se ensamblan según las diferentes miradas y cuyo sentido final depende del marco interpretativo que se imponga. Igualmente, fue un año que probablemente no se sepa si resultó positivo o no hasta dentro de un tiempo, ya que el Gobierno logró respaldo para sostener un rumbo económico más ordenado, pero la traducción social de esa estabilidad parece haber sido parcial y desigual. A la vez, lo económico mostró bastante dinamismo, aunque sin resolver cuestiones tan sensibles como el empleo y la distribución.
Un repaso por algunos números de la economía puede orientar sobre un diagnóstico a priori positivo, ya que, por primera vez en dos décadas, el país encadenó tres años consecutivos de expansión del PBI, con un alza estimada de 4,5% para este año. El Gobierno mantuvo básicamente la austeridad y buscó consolidar un proceso de desinflación, mientras que la percepción ciudadana aún muestra algún reflejo de dudas. El agro y los sectores capital-intensivos impulsaron la recuperación, aunque la creación de empleo siguió rezagada y las Reservas corrieron de atrás, pese al sensacional impulso de Vaca Muerta. Así, la expansión fue heterogénea, con sectores dinámicos que no necesariamente generaron inclusión laboral.
Como se ha dicho, fue bien notorio que, tras las elecciones, el oficialismo ganó bastante margen de maniobra, pero que la oposición y parte de la sociedad civil aún mantienen tensiones sobre el sentido de las reformas. En tanto en lo social, la percepción del año osciló entre la esperanza y el desencanto, reflejando que la estabilidad macro aún no llega a convertirse en bienestar cotidiano. En relación a estas ambivalencias presentes en el humor social, algunas encuestas muestran ese costado sin definición aún, debido a persistentes preocupaciones como son el empleo, la inflación y la desigualdad.
Está claro que se nota una notoria brecha de expectativas, ya que mientras algunos sectores visualizan claramente un cambio de ciclo, otros han experimentado frustración por la falta de mejoras tangibles en su vida cotidiana. Parece claro que este 2025 que termina ha quedado inscripto como un año bisagra, ya que el cambio comenzó, pero la claridad del resto del camino aún sigue pendiente.



















