Por Juan José Concha Martinez
04 Abril 2013
¿Cuánto vale una vida humana en la Argentina?, ¿Cuánto cuesta una muerte?. La diferencia entre valor y precio, en un tiempo marcado por las preocupaciones conyunturales de muchos -especialmente de aquellos que deben mostrar el liderazgo en las perspectivas fundamentales de la sociedad y de un país- no siempre se encuentra en una primera respuesta.
Después de la perplejidad, el dolor, el luto y la desolación por las tragedias de La Plata y de Buenos Aires más que nunca se necesita generar un debate sobre la centralidad y la verdadera importancia de las funciones del Estado y los estados y sobre la urgente necesidad de modificar políticas, legislaciones, criterios administrativos y de gestión en las administraciones públicas. Un Estado o estados repletos de empleados y sin capacidad para administrar escenarios de complejidad y dramatismo como el vivido en las capitales de la Argentina y de la provincia de Buenos Aires, está visto, no son suficientes para salvar vidas en una emergencia.
Esta Argentina pendular es capaz de lo mejor y de lo peor en términos de realidades y expectativas. Está claro que el crecimiento económico no ha sido lo suficientemente aprovechado para generar desarrollo y para construir nuevos pilares estructurales que den un poco más de solidez y garantía a estos tiempos de reciente bonanzas, aun cuando la ocasión de estos años permitió implementar iniciativas sociales que incorporó a amplios sectores al consumo y al ascenso social.
Sin una política de Estado, es decir, sin la búsqueda de un consenso entre los distintos actores sociales y políticos en la definición de las prioridades y las estrategias de mediano y largo plazo y sin la vocación de armar un nuevo rumbo en la función publica para generar administradores profesionales y competencia en la gestión, muchas ideas fundamentales y proyectos necesariamente sustentables han dejado de concretarse y hasta de imaginarse: las grandes obras de infraestructuras que edificaron los pilares de crecimiento de las principales ciudades se han ido transformando sólo en un recuerdo histórico. La mayoría de ellas se construyeron entre principio del siglo XX y los años 40.
Es cierto, ha llovido como nunca antes; hace poco en Río de Janeiro las tormentas derrumbaron un cerro, destruyeron barrios enteros y provocaron decenas de muertos. En Filipinas, el mes pasado las lluvias se cobraron más de 100 vidas; las nevadas y las sequías provocan desastres, mortandad y daños enormes en la economía y las personas. Pero es cada vez más evidente que los escenarios de catástrofes se pueden prever, que las previsiones salvan vidas y patrimonios y que de ese modo los daños se pueden menguar, que muchas vidas dependen de una reacción rápida, de una práctica ensayada, de una respuesta diseñada previamente.
Los avances científicos en la climatología, las políticas de planificación urbana y territorial responsables y el cumplimiento puntual de las obligaciones se han transformado en fundamentos a cumplir a rajatabla para atender estos trances.
¿Cuanto de imprevisión, de la confusión de prioridades, de apostar sólo a un manejo administrativo obsoleto, disfuncional y pasmosamente burocrático han sido responsable de buena parte del saldo de muertes en Buenos Aires y La Plata?
La matriz de lo que hoy es Buenos Aires se cimentó durante los primeros 30-40 años del siglo pasado y desde allí, unas cuantas cosas más, pero ahora deben soportar un exponencial crecimiento demográfico y económico.
En La Plata ocurre otro tanto y seguramente en otras ciudades populosas, pero si nos fijamos en Tucumán, la evidencia de la dejación de los grandes proyectos estructurales saltan a la vista: la obras de infraestructuras básicas ocupan un lugar central en las políticas provinciales; no se habla de los grandes proyectos, de las obras que podrían ser las nuevas bases que sostenga este presente y genere confianza sobre el futuro. La estructura central de la ciudad capital y de las otras ciudades son prácticamente la misma desde los años 60, pese al crecimiento poblacional, al aumento de las demandas de servicios y a la complejidades que insume la evolución de las demandas urbanas, territoriales y los cambios hábitos de convivencia. Una torpe abandono y una desidiosa desinversión ya comienza a doler.
¿Faltan políticos o líderes sociales con capacidad de diseñar una nueva arquitectura de la Argentina de los próximos 20 años? ¿Es que la sociedad no necesita debatir o empujar líneas de pensamiento respecto de qué Nación quiere para uno y para sus hijos? Acaso estos dolorosos momentos abran el camino para un rotundo cambio en la agenda política, institucional, de reivindicaciones sociales y de planificación de obras y servicios en la Argentina.
Después de la perplejidad, el dolor, el luto y la desolación por las tragedias de La Plata y de Buenos Aires más que nunca se necesita generar un debate sobre la centralidad y la verdadera importancia de las funciones del Estado y los estados y sobre la urgente necesidad de modificar políticas, legislaciones, criterios administrativos y de gestión en las administraciones públicas. Un Estado o estados repletos de empleados y sin capacidad para administrar escenarios de complejidad y dramatismo como el vivido en las capitales de la Argentina y de la provincia de Buenos Aires, está visto, no son suficientes para salvar vidas en una emergencia.
Esta Argentina pendular es capaz de lo mejor y de lo peor en términos de realidades y expectativas. Está claro que el crecimiento económico no ha sido lo suficientemente aprovechado para generar desarrollo y para construir nuevos pilares estructurales que den un poco más de solidez y garantía a estos tiempos de reciente bonanzas, aun cuando la ocasión de estos años permitió implementar iniciativas sociales que incorporó a amplios sectores al consumo y al ascenso social.
Sin una política de Estado, es decir, sin la búsqueda de un consenso entre los distintos actores sociales y políticos en la definición de las prioridades y las estrategias de mediano y largo plazo y sin la vocación de armar un nuevo rumbo en la función publica para generar administradores profesionales y competencia en la gestión, muchas ideas fundamentales y proyectos necesariamente sustentables han dejado de concretarse y hasta de imaginarse: las grandes obras de infraestructuras que edificaron los pilares de crecimiento de las principales ciudades se han ido transformando sólo en un recuerdo histórico. La mayoría de ellas se construyeron entre principio del siglo XX y los años 40.
Es cierto, ha llovido como nunca antes; hace poco en Río de Janeiro las tormentas derrumbaron un cerro, destruyeron barrios enteros y provocaron decenas de muertos. En Filipinas, el mes pasado las lluvias se cobraron más de 100 vidas; las nevadas y las sequías provocan desastres, mortandad y daños enormes en la economía y las personas. Pero es cada vez más evidente que los escenarios de catástrofes se pueden prever, que las previsiones salvan vidas y patrimonios y que de ese modo los daños se pueden menguar, que muchas vidas dependen de una reacción rápida, de una práctica ensayada, de una respuesta diseñada previamente.
Los avances científicos en la climatología, las políticas de planificación urbana y territorial responsables y el cumplimiento puntual de las obligaciones se han transformado en fundamentos a cumplir a rajatabla para atender estos trances.
¿Cuanto de imprevisión, de la confusión de prioridades, de apostar sólo a un manejo administrativo obsoleto, disfuncional y pasmosamente burocrático han sido responsable de buena parte del saldo de muertes en Buenos Aires y La Plata?
La matriz de lo que hoy es Buenos Aires se cimentó durante los primeros 30-40 años del siglo pasado y desde allí, unas cuantas cosas más, pero ahora deben soportar un exponencial crecimiento demográfico y económico.
En La Plata ocurre otro tanto y seguramente en otras ciudades populosas, pero si nos fijamos en Tucumán, la evidencia de la dejación de los grandes proyectos estructurales saltan a la vista: la obras de infraestructuras básicas ocupan un lugar central en las políticas provinciales; no se habla de los grandes proyectos, de las obras que podrían ser las nuevas bases que sostenga este presente y genere confianza sobre el futuro. La estructura central de la ciudad capital y de las otras ciudades son prácticamente la misma desde los años 60, pese al crecimiento poblacional, al aumento de las demandas de servicios y a la complejidades que insume la evolución de las demandas urbanas, territoriales y los cambios hábitos de convivencia. Una torpe abandono y una desidiosa desinversión ya comienza a doler.
¿Faltan políticos o líderes sociales con capacidad de diseñar una nueva arquitectura de la Argentina de los próximos 20 años? ¿Es que la sociedad no necesita debatir o empujar líneas de pensamiento respecto de qué Nación quiere para uno y para sus hijos? Acaso estos dolorosos momentos abran el camino para un rotundo cambio en la agenda política, institucional, de reivindicaciones sociales y de planificación de obras y servicios en la Argentina.