Por Miguel Velardez
13 Agosto 2013
En la línea divisoria entre Tijuana y San Diego está uno de los mejores atardeceres del mundo. Es una majestuosa puesta de sol que se repite día a día a lo largo de la costa del Pacífico. La naturaleza ofrece un paisaje desmesurado cuando cae el sol dibujando una línea de fuego sobre el mar. En esos últimos hilos de luz, el océano comienza a mutar del azul al turquesa hasta alcanzar un color aceituna, mientras la moneda gigante, y perfectamente redonda desciende en el extremo del horizonte.
El paisaje se quiebra con un muro de metal construido con chatarras de la Guerra del Golfo. Es la división que mandó construir George Bush para cerrar la frontera con México. El muro de la ignominia le dicen del lado latino. Todos los fines de semana, los mexicanos que viven en San Diego (Estados Unidos) regresan a la frontera para reencontrarse con sus afectos. Los sábados es común observar a madres e hijos separados por el muro, pero unidos en sus manos a través del enrejado del paredón. Al atardecer, los tenues rayos de sol iluminan miles de cruces blancas de madera colgadas sobre el muro para recordar a los indocumentados que, alguna vez, intentaron cruzar la frontera y murieron a mitad de camino.
Antes de terminar su mandato, la administración Bush mandó a construir un segundo muro a una distancia de cuarenta metros del primer paredón metálico. De ese modo separó las manos de quienes solían encontrarse los sábados y domingos para acortar las distancias del destierro. El gobierno norteamericano argumentó que muchos mexicanos usaban ese "contacto" no sólo para saludarse y estrechar las manos, sino también para pasar drogas y armas. Una vez que se construyeron los muros paralelos, la frontera quedó impenetrable. Como un gigante anfibio metálico, los paredones oscuros y fríos se extienden aún más por debajo del mar para que nadie tenga la osadía de cruzar nadando o en bote.
El muro es una división que la naturaleza desconoce, porque en Tijuana y San Diego, el sol sale para todos y se esconde a la misma hora, en un solo y esplendoroso atardecer.
El paisaje se quiebra con un muro de metal construido con chatarras de la Guerra del Golfo. Es la división que mandó construir George Bush para cerrar la frontera con México. El muro de la ignominia le dicen del lado latino. Todos los fines de semana, los mexicanos que viven en San Diego (Estados Unidos) regresan a la frontera para reencontrarse con sus afectos. Los sábados es común observar a madres e hijos separados por el muro, pero unidos en sus manos a través del enrejado del paredón. Al atardecer, los tenues rayos de sol iluminan miles de cruces blancas de madera colgadas sobre el muro para recordar a los indocumentados que, alguna vez, intentaron cruzar la frontera y murieron a mitad de camino.
Antes de terminar su mandato, la administración Bush mandó a construir un segundo muro a una distancia de cuarenta metros del primer paredón metálico. De ese modo separó las manos de quienes solían encontrarse los sábados y domingos para acortar las distancias del destierro. El gobierno norteamericano argumentó que muchos mexicanos usaban ese "contacto" no sólo para saludarse y estrechar las manos, sino también para pasar drogas y armas. Una vez que se construyeron los muros paralelos, la frontera quedó impenetrable. Como un gigante anfibio metálico, los paredones oscuros y fríos se extienden aún más por debajo del mar para que nadie tenga la osadía de cruzar nadando o en bote.
El muro es una división que la naturaleza desconoce, porque en Tijuana y San Diego, el sol sale para todos y se esconde a la misma hora, en un solo y esplendoroso atardecer.