Por María Ester Véliz
22 Agosto 2013
"Hacen falta cuarenta músculos para arrugar la frente, y sólo quince para sonreír..." , reza el dicho popular. ¿Por qué entonces muchas personas andan por la vida con el ceño fruncido y el gesto adusto cuando regalar una sonrisa les insume menos esfuerzo? Sobrevivir en un mundo jaqueado por diversas responsabilidades, presiones y con billeteras medio vacías no justifican actitudes mezquinas y tanto individualismo. La sonrisa es un idioma universal: es símbolo de alegría, de felicidad, pero también de generosidad, de entrega hacia los demás, a ese otro que a diario cruzamos en el camino, que nos vende una golosina, que nos lleva una carta, que compartimos el barrio, el lugar de trabajo... Los niños hacen uso y abuso de la sonrisa -idioma tan sencillo, humano y necesario- porque no actúan con recelo ni le dan ninguna otra connotación que la que tiene. Claro que también hay adultos que parecen niños porque se ríen sin prejuicios y sin hacer distinciones. José tiene 28 años y es un regalador de canciones y de sonrisas. Es asiduo concurrente a la peatonal Isauro Martínez al 600, frente a nuestro diario. Ya se ganó la simpatía de los comerciantes de la cuadra quienes cariñosamente lo llaman "El panderetero". Los martes, jueves y sábados por la tarde llega con su pandereta, toma aposento en la vía pública y comienza a desgranar ritmos populares que dedica a los circunstanciales transeúntes. No sabe nada de música ni es coreuta. Pero sus palmoteos en el instrumento de percusión, como su canto y las sonrisas que reparte son auténticas, sinceras. José no sabe que para sonreír pone en funcionamiento quince músculos de su cara. Sonríe porque es generoso y su risa le brota del alma.
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