25 Agosto 2013
Algo no cierra y no es precisamente el porcentaje de votos a favor o en contra de unos u otros. Lo que no cierra son las fechas. El ambiente político en el país se recalienta, el mentado "fin de ciclo" se hace oír y hasta comienzan a organizarse ciertas despedidas como si el 2015 estuviese a la vuelta de la esquina.
Con la caja exigua y perdido en su propio laberinto, el kirchnerismo busca torpemente recrearse a sí mismo. Tarde. Después de 10 años de ladridos ininterrumpidos es inútil tratar de venderse como felino. Los gatos maúllan y hasta acá sólo se los ha escuchado ladrar como si los rodeasen enemigos.
Siempre se le ha dado a los presidentes 100 días de tregua, pretender multiplicarlo infinitamente es un ardid imposible en el escenario actual. Han dejado pasar una década como agua entre las manos, cada grano sembrado no se cosechó luego en el granero indicado, la oposición fue una seda, el pueblo en demasía benévolo, el mundo se le ofreció propicio y calmo. No quisieron tomarlo. Nada de eso les importó demasiado, apenas tomaron en serio los negocios personales y privados. El gobierno no fue sino un telón para un comercio desmedido de ambición.
Ahora es tarde. No hay excusas que puedan paliar la inoperancia y la desidia que derivaran en los cómputos adversos de los últimos comicios. Es tarde para el diálogo y el debate, tarde para suplentes y titulares. Tarde para una definición absurda por penales. Los goles entran como si el arquero ya no estuviera y sin embargo, aún debe pasar dos años custodiando ese arco. Sin duda no será fácil…
Ahora bien, ¿de qué manera llevarla a cabo cuando en el aire se percibe que es grande el cansancio? A la vista está que Cristina no puede ni quiere cambiar, la porfía la ha superado y el extremismo se erige como característica intrínseca en cada acto. La violencia nunca es repentina, por el contrario suele estar latente durante un tiempo indescifrado hasta estallar en el ambiente irremediablemente. Y es dable decir que a esta altura de las circunstancias ya se la siente.
No nace en la gente sino en los despachos de la Casa Rosada, se escapa por las puertas y ventanas. En los últimos 30 años de democracia nunca se la ha percibido tan vívida, tan como real amenaza. En medio de la sarta de barbaridades que ha dicho en el último discurso la Presidente, hubo una verdad implacable: "aún somos gobierno". Nada más cierto pero no sonó como un dato obvio sino que se escuchó como un aviso mafioso.
La jefe de Estado ha vuelto a plantear "yo o el caos", la vieja consigna tan manipulada en estos pagos… El problema se centra en que ahora no se puede dilucidar a ciencia cierta las diferencias. No es el orden lo que impera en esta segunda mitad del año, no es la razón la que prima en la gestión ejecutiva. Solapadamente Cristina está buscando vivificar la crispación sin medir las consecuencias, o acaso midiéndolas…
Si este clima de tensión se le escapase de las manos, ¿qué queda? A ella, un recurso difícil de censurar porque está contemplado en la Constitución Nacional: el estado de sitio. Un extremo que suena abyecto en cualquier país común pero que no suena de igual manera en un sistema democrático adulterado y vapuleado por la mismísima dirigencia.
Posiblemente nada sea tan irreal y desmesurado como creer en una continuidad sin el aval popular, pero la preocupación adquiere rigurosidad si se tiene en cuenta que se ha presentado al nuevo jefe del Ejercito, César Milani, como un líder que pone sus tropas no al servicio de la Patria sino a las ordenes del movimiento nacional y popular.
En ese contexto, jugar con la furia y la irracionalidad no parece un artilugio espontáneo de la mandataria sino más bien un modo desesperado de separar el camino en dos encrucijadas: o una despedida anticipada, o una permanencia en nombre de una 'falsa paz justificada'. Y ambas son trampas. Muy por el contrario, la salida debe ser la elección presidencial y el consecuente traspaso del mando. ¿Está en condiciones la Presidente de aceptarlo?
Ante esta perspectiva, casi resulta emblemático que el triunfo o la derrota se hayan dado el domingo pasado, por márgenes más o menos abultados. En octubre la brecha será más gruesa y polémica, pero el problema ya no son los números, el problema es ahora el calendario.
Con la caja exigua y perdido en su propio laberinto, el kirchnerismo busca torpemente recrearse a sí mismo. Tarde. Después de 10 años de ladridos ininterrumpidos es inútil tratar de venderse como felino. Los gatos maúllan y hasta acá sólo se los ha escuchado ladrar como si los rodeasen enemigos.
Siempre se le ha dado a los presidentes 100 días de tregua, pretender multiplicarlo infinitamente es un ardid imposible en el escenario actual. Han dejado pasar una década como agua entre las manos, cada grano sembrado no se cosechó luego en el granero indicado, la oposición fue una seda, el pueblo en demasía benévolo, el mundo se le ofreció propicio y calmo. No quisieron tomarlo. Nada de eso les importó demasiado, apenas tomaron en serio los negocios personales y privados. El gobierno no fue sino un telón para un comercio desmedido de ambición.
Ahora es tarde. No hay excusas que puedan paliar la inoperancia y la desidia que derivaran en los cómputos adversos de los últimos comicios. Es tarde para el diálogo y el debate, tarde para suplentes y titulares. Tarde para una definición absurda por penales. Los goles entran como si el arquero ya no estuviera y sin embargo, aún debe pasar dos años custodiando ese arco. Sin duda no será fácil…
Ahora bien, ¿de qué manera llevarla a cabo cuando en el aire se percibe que es grande el cansancio? A la vista está que Cristina no puede ni quiere cambiar, la porfía la ha superado y el extremismo se erige como característica intrínseca en cada acto. La violencia nunca es repentina, por el contrario suele estar latente durante un tiempo indescifrado hasta estallar en el ambiente irremediablemente. Y es dable decir que a esta altura de las circunstancias ya se la siente.
No nace en la gente sino en los despachos de la Casa Rosada, se escapa por las puertas y ventanas. En los últimos 30 años de democracia nunca se la ha percibido tan vívida, tan como real amenaza. En medio de la sarta de barbaridades que ha dicho en el último discurso la Presidente, hubo una verdad implacable: "aún somos gobierno". Nada más cierto pero no sonó como un dato obvio sino que se escuchó como un aviso mafioso.
La jefe de Estado ha vuelto a plantear "yo o el caos", la vieja consigna tan manipulada en estos pagos… El problema se centra en que ahora no se puede dilucidar a ciencia cierta las diferencias. No es el orden lo que impera en esta segunda mitad del año, no es la razón la que prima en la gestión ejecutiva. Solapadamente Cristina está buscando vivificar la crispación sin medir las consecuencias, o acaso midiéndolas…
Si este clima de tensión se le escapase de las manos, ¿qué queda? A ella, un recurso difícil de censurar porque está contemplado en la Constitución Nacional: el estado de sitio. Un extremo que suena abyecto en cualquier país común pero que no suena de igual manera en un sistema democrático adulterado y vapuleado por la mismísima dirigencia.
Posiblemente nada sea tan irreal y desmesurado como creer en una continuidad sin el aval popular, pero la preocupación adquiere rigurosidad si se tiene en cuenta que se ha presentado al nuevo jefe del Ejercito, César Milani, como un líder que pone sus tropas no al servicio de la Patria sino a las ordenes del movimiento nacional y popular.
En ese contexto, jugar con la furia y la irracionalidad no parece un artilugio espontáneo de la mandataria sino más bien un modo desesperado de separar el camino en dos encrucijadas: o una despedida anticipada, o una permanencia en nombre de una 'falsa paz justificada'. Y ambas son trampas. Muy por el contrario, la salida debe ser la elección presidencial y el consecuente traspaso del mando. ¿Está en condiciones la Presidente de aceptarlo?
Ante esta perspectiva, casi resulta emblemático que el triunfo o la derrota se hayan dado el domingo pasado, por márgenes más o menos abultados. En octubre la brecha será más gruesa y polémica, pero el problema ya no son los números, el problema es ahora el calendario.
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