La escuela en su laberinto

Hay un cuento de ciencia ficción que suena cada día menos descabellado. La trama no viene al caso, pero sí el hecho de que, inmediatamente después del parto, a cada bebé se le implanta un dispositivo en el antebrazo izquierdo. Es una pantalla que se expande a medida que el sujeto va creciendo. En otras palabras: en un futuro cercano los teléfonos, tabletas o como quieran llamarlos formarán parte de nuestro organismo. Hasta ahí la literatura. Pero, ¿no son acaso los móviles extensiones del cuerpo de las nuevas generaciones? Los chicos no conciben un mundo sin pantallas. Nacen y se desarrollan rodeados de ellas. Y además interactúan con el universo virtual.

Traslademos esta realidad al campo de la educación. El aula se estructura a partir del concepto de panóptico, que data de fines del siglo XVIII y consiste en un observador (en este caso el docente) que ejerce una posición de dominio visual sobre el resto (los alumnos). Uno mira a todos y todos focalizan su atención en uno. Es una rareza en la cotidianidad de los chicos, cuyo panóptico es la pantalla. Pequeña disgresión: al panóptico lo inventó un filósofo llamado Jeremy Bentham para aplicarlo... en las cárceles.

Estos ejemplos simbolizan lo complejo que resulta el debate en materia educativa. Discusiones que exceden el aula y se multiplican en todo el mundo, teniendo en cuenta que el fenómeno es global. El problema es que a los demás les va mejor en evaluaciones como las tan comentadas pruebas PISA, en las que este año Argentina se ubicó en el puesto 59 entre 65 países cuyos estudiantes respondieron los cuestionarios.

Es interesante subrayar algunas conclusiones de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos), organización que está detrás del sistema PISA. Sus pedagogos advierten que los mejores resultados corresponden a países que seleccionan cuidadosamente a los docentes y les brindan todas las herramientas para que trabajen con autonomía. Y en el caso de los alumnos, destacan que los más seguros y motivados en clase son aquellos cuyos padres trabajan y mantienen expectativas de crecimiento personal. Malas noticias para Latinoamérica, para Argentina y para Tucumán si de estas condiciones socioeconómicas hablamos.

La coyuntura es harto engorrosa, teniendo en cuenta que la política es abrir la puerta de la escuela a la inclusión -lo que está muy bien- con la consigna de mantener a los chicos en el sistema a como dé lugar. El dilema surge cuando la necesidad de que los chicos pasen de grado para evitar la temida repitencia conspira contra la calidad educativa. La cuestión es figurita repetida en el Tucumán alperovichista cada vez que se abordan estos temas.

Hay certezas que no se objetan. Una es la defensa a capa y espada de la educación pública y gratuita. Otra es el modelo de un maestro y de su alumno. Alguien que enseña y alguien que aprende. De allí en adelante todo es discutible. Lo difícil en la Argentina es arribar a consensos y por eso saltamos de reforma en reforma.

Las nuevas pedagogías proponen cambios de paradigmas y es imprescindible tenerlas en cuenta. Un ejemplo: ¿por qué no agrupar a los chicos en función de su interés por los contenidos en vez de hacerlo por edades? ¿Habrá en el futuro grados que agrupen alumnos de entre seis y nueve años orientados a las ciencias duras? La cuestión es que lo apasionante del debate choca con lo acuciante del momento. Es decir, las necesidades de los chicos que asisten hoy a clase.

Es una lástima que el disparador de un tema de esta naturaleza, estructural y decisivo para el futuro del país, sea el resultado de una prueba. La verdad está a diario en el aula, al alcance de la mano.

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