Brotes de apartheid
Los días de espanto y muerte regresan con la aparición de nuevas imágenes y crónicas de esas horas dolorosas. La peor parte de la condición humana expuesta en ese lunes y martes es más evidente ahora, cuando la necesidad de una explicación racional de esas horas de drama empuja las neuronas.

En el Tucumán de esos días las condiciones de civilidad quedaron hechas añicos; pero, ¿existían antes? Una cuestión ha sido evidente: los 30 años de democracia han expuesto muchos principios que no pasaron más allá del enunciado y de la superficie en el cuerpo social de la Nación. Las urgencias económicas, la pérdida de rumbo de los gobiernos y las reparaciones sociales han dejado para algún después la valorización y la tonificación de valores como los de la igualdad, la tolerancia, el progreso, el respeto, la convivencia, la pluralidad.

¿Qué sociedad queremos los argentinos? ¿Una marcada por las desigualdades extremas, con privilegiados y desclasados? ¿Una sociedad marcada por el mercado, el capitalismo básico y los rictus del consumismo? ¿Una sociedad un poco más igualitaria, con progreso social ascendente, con mayor cohesión e integración? ¿Una sociedad con el Estado como benefactor, árbitro y orientador del rumbo y los destinos y en el que el sector privado sólo acompañe y ayude? O bien, una mezcla armoniosa y razonable de objetivos y sueños integradores y potencialidades, más allá de retóricas de ocasión y campañas electorales.

Este debate no ha aparecido centralmente en la vida democrática de estos años. Y ese déficit lo está pagando la sociedad, el Estado y los gobiernos. La rebelión policial -la escasa pertenencia a la disciplina legal de la institución- y la explosión social -los sectores desclasados vieron como la ocasión para resarcirse de tantas escaseces- son hijas de estas carencias de principios, de valores y de esperanzas. Valía todo en esas horas; lo que sea para atacar y para defenderse: fue el más patético y dramático abandono de las responsabilidades del Estado y del compromiso del Gobierno para defender y apuntalar -precisamente- los valores capitales del sistema democrático.

En un punto, podría decirse también que ha sido una explosión del "apartheid" que muchos tienen (tenemos) adentro como una especie de activo socio-cultural y social que asuela en ocasiones de diferencias graves: a veces en la mesa de café, otras en los vínculos cotidianos en el trabajo o en las relaciones sociales. Hay un cierto destrato, una falta de tolerancia y de respeto que aparece como si fuera una normalidad social en muchos de nuestros hábitos.

Soberbia no es lo mismo que orgullo, valor no significa precio, una determinada posición no genera más jerarquía, tampoco la índole de la pobreza da lugar a derechos o atribuciones galácticas.

Escuadrones de civiles armados, como si fueran fuerzas parapoliciales, mostraron una lógica individualista y primitiva para defender su patrimonio ante la ausencia del servicio de seguridad: se enfrentaron a manadas de lobos desheredados y oportunistas que se creyeron con el derecho a robar. Unos, abandonando obligaciones y responsabilidades, otros creyéndose con derecho a matar. Fue la incivilidad en estado puro, unas horas de viaje a una selva oscura y trágica: blancos contra "negritos", dueños contra desheredados.

Justo en esos días se realizaban los funerales del gran Nelson Mandela, el líder sudafricano que luchó ejemplarmente contra el régimen de segregación que esclavizó por años una nación.

Nunca como antes esas escenas de desunión, violencia, saqueos, terror, destrucción, arrogancia, desprecio y osadía y también los gestos y actitudes insensibles y deshumanizadas me hicieron recordar al odio que asoló Sudáfrica y otras latitudes y que estrujó muchos corazones aquí.

"He promovido el ideal de una sociedad democrática y libre en la cual todas las personas puedan vivir en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal por el que espero vivir, hasta lograrlo. Pero si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir", había dicho Mandela en unos de sus discursos más célebres.

Las enseñanzas de un héroe de la humanidad y la necesidad de referenciarnos en la democracia deberían ser otros motivos de balance y autocríticas de esta tragedia.

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