Dora sigue con su batalla invisible en la Costanera

Perdió un hijo y no se da por vencida. Cada día, Dora Ibañez pelea para rescatar a los chicos que, a cualquier hora, se juntan en los bordes del río Salí para consumir “paco”. Ella fue la primera mamá que se animó a denunciar el infierno en el que estaban viviendo. Hoy muy pocas cosas han cambiado, pese a los reiterados pedidos de auxilio

RECORRIDO DIARIO. De noche y de día, Dora circula por la vera del río Salí para buscar adictos y llevarlos a sus casas; a veces la acompaña Eva, su cuñada. LA GACETA / FOTO DE INES QUINTEROS ORIO RECORRIDO DIARIO. De noche y de día, Dora circula por la vera del río Salí para buscar adictos y llevarlos a sus casas; a veces la acompaña Eva, su cuñada. LA GACETA / FOTO DE INES QUINTEROS ORIO
Es de madrugada y una vez más Dora Ibañez sabe que no podrá dormir. Se levanta, se pone las ojotas y sale, así como está, con calzas y remera, despacito, para no despertar a su esposo. Recorre los pasadizos angostos, desbordados por derrames cloacales. La oscuridad. El humo que sale de las pipas que usan los chicos para drogarse. Disparos que se oyen a lo lejos. Ella ya no tiene miedo. “No lo has visto al ‘Pelado’”, pregunta mientras se interna en la vegetación que serpentea el río Salí. Lo único que le aterra es que a su hijo le haya pasado algo grave. Cruza el cauce y ahí está Daniel, en “el hoyo”, una especie de cueva que arman los adictos para juntarse a fumar, debajo del puente Lucas Córdoba.

Daniel está dormido en medio del barro, rodeado de perros callejeros. Dora lo ilumina con la luz de su diminuto y viejísimo celular. Lo abraza, lo despierta y lo lleva a casa. Lo sienta en el comedor, le da gaseosa mezclada con azúcar, le prepara algo muy dulce. Ella aprendió que esa es la mejor forma de parar los deseos inmanejables de volver a consumir “paco”, la basura de la cocaína que ha convertido a la vida de los jóvenes de la Costanera en algo desechable.

“Se me va a ir la vida, pero te voy a salvar. La droga no te va a matar, vos vas a vivir”, le repite Dora a su hijo. No es la primera vez que lucha para sacar el “paco” de su casa y de su barrio. Ella fue la primera de las madres en ponerse un pañuelo negro. Fue en junio de 2010, cuando su hijo mayor, Cristian Villagra, se quitó la vida para escapar del tormento que le provocaba su adicción a las drogas.

Un año y medio antes de ese hecho trágico, en enero de 2009, Dora se convertía en la primera madre de la Costanera en denunciar el infierno que estaban viviendo en su barrio. Temblaba. “Estoy amenazada. Por favor no me ponga el nombre”. Así se presentó aquella vez. Estaba atemorizada, pero quería torcer el destino de sus hijos, de los amigos de sus hijos.

Pasaron cinco años: 60 meses de promesas y de mucho, mucho sufrimiento. Así describe Dora los días de lucha. “Aquí las cosas están cada vez peor porque los chicos empiezan a consumir siendo más pequeños, porque no hay trabajo ni nada para los jóvenes. Iban a dictarles talleres, a ayudarlos para que se recuperen, a darles fuentes de trabajo dignas. Y nada, no hubo nada”, dice.

Ella ya no lleva el pañuelo negro, y se alejó de algunas de las madres que habían conformado un grupo para mejorar la situación del barrio. “Muchas fueron ‘compradas’ por el Estado. Les dieron colchones, heladeras y comida para que se callaran. Venían camiones llenos de mercadería”, detalla.

El drama cotidiano
Tiene 56 años, el pelo corto, los ojos tristes, las manos pequeñas, surcadas por el paso del tiempo, agrietadas por el trabajo. Dora vive de lo que viven casi todos en la Costanera Norte: ella y su familia son cartoneros. Llegaron hace muchos años (ya perdió la cuenta) desde Burruyacu. Su casa está frente a la escuela del barrio; es una vivienda humilde de paredes descascaradas y techos de chapa que no evitan las lluvias. Detrás de la vivienda está el taller en el que juntan y compactan cartones.

Dora está casada, tiene cinco hijos, cuatro de ellos son biológicos. Al más chico, Daniel, de 30 años, lo adoptó cuando era bebé. En realidad, un pariente le pidió si podía criarlo. Y ella no lo dudó. Cuando el joven cumplió los 16 años probó las drogas. Nunca más pudo salir. Estuvo internado varios años, pero siempre volvió a consumir, detalla. También tiene en su casa algunos nietos, entre ellos a Francisco, de 19 años. El joven empezó a consumir hace cinco años.

“La venta y el consumo de droga se agravó. Acá a veces no conseguís caramelos en los kioscos, pero el ‘paco’ no falta. La Policía ya ni viene. Las vacaciones son el peor momento del año, porque los chicos no tienen nada qué hacer. Todas las tardes empiezan a caminar hacia la orilla del río. Aquí no hay juventud y tampoco infancia. A los 7 y 8 años, ya están con la pipas en la mano”, resalta.

Lo que más le apena son las chicas: “hay muchas jóvenes embarazadas; ellas entregan su cuerpo a los automovilistas a cambio de dinero para comprar drogas”.

Ya amaneció y Dora vuelve a los pasillos de la Costanera. A esa hora, se ocupa de levantar chicos de las calles. Los reta y les dice que vayan a sus casas. En el recorrido la acompaña su cuñada, Eva Villagra, y un mosquerío que da vueltas alrededor de la cabeza. Ella parece estar habituada. Pasa frente a una casa donde se vende “paco”, se enfrenta con el vecino: “vos sos una porquería, dejá de venderle a los chicos. Y más vale que me devuelvas todo lo que te entregó mi hijo a cambio de droga”. Hace 50 metros más y se cruza con un joven, lo abraza. “Estás muy mal ‘Rodri’, necesitás ayuda”, le dice.

Mientras avanza, señala casas y va haciendo recuento de los muertos. “Aquí esta madre perdió su hijo; aquí encontraron un cuerpo”. El suicidio, según cuenta, es un final habitual en los adictos más avanzados. La abstinencia es demasiado pesada, aclara.

“Muchos chicos se quieren recuperar. No hay muchos lugares para rehabilitarlos. Los únicos que ayudan son un pastor evangelista, Reto a la Vida (una fundación religiosa que ayuda a drogodependientes) y Melitón Chávez, que hizo abrir una Fazenda en El Cadillal”, especifica. “Ahora el Gobierno prometió que iba a abrir un centro de rehabilitación aquí, en la Costanera. Ojalá que eso ocurra y que nos ayude”, opina.

En el fondo, Dora siente que mientras los jóvenes no encuentren en qué ocupar su tiempo volverán a consumir aunque hagan tratamiento. “Pedimos que abran talleres de oficio. El único que abrieron no acepta chicos adictos porque les roban las cosas”, expresaron Dora y Eva. “A algunos jóvenes el Estado les está dando una ayuda de $ 850. Eso no sirve, lo terminan gastando en drogas. Yo lo veo en mi hijo. Necesita un trabajo para asumir responsabilidades y darle sentido a su vida”, argumenta.

Dora se despide. Ya no es la mamá temerosa de hace cinco años: “pensé que iba a ser bueno denunciar, que nos iban a ayudar. Por eso me animé a hablar en 2009. Pero todo fue en vano. No conseguimos nada. Lo único que sumé fueron amenazas. Que me maten si quieren, total ya estoy muerta en vida”.

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