Por José Nazaro
28 Abril 2014
Nació en el campo y fue el cuarto de los 13 hermanos de una familia pobre. Como ocurrió con tantos otros hombres inmensos, su cuna no anticipó ni por asomo la huella que finalmente dejó en la historia.
Entre trincheras, barro y sangre, la Primera Guerra Mundial le mostró la muerte bien de cerca: fue sargento sanitario. Y seguramente aquel espanto lo preparó para una misión capital e injustamente poco conocida (como la mayor parte de los aspectos de su vida): salvar a judíos que iban a ser asesinados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
A pesar de su imagen sencilla y bonachona, fue un diplomático hábil: le tocó actuar durante los primeros años de la Guerra Fría y llegó a establecer una línea directa con el presidente soviético Nikita Kruschev. Pero sus días no se terminaron en los pasillos de la política: en sus momentos libres visitaba de incógnito a chicos enfermos y a presos en las cárceles.
Llegó a la cumbre del poder cuando el mundo empezaba a bailar con The Beatles y se anticipaba el terremoto cultural del Mayo Francés. Entonces, entendió que la Iglesia Católica debía cambiar. Abrió sus puertas y permitió que la primavera del Concilio Vaticano II la renovara. A tal punto que, con sus defectos y virtudes, el resultado es la Iglesia que conocemos hoy, 51 años después de su muerte. Ese hombre se llamaba Ángelo Roncalli y desde ayer es el santo Juan XXIII.