El típico olor de la imprevisión local

El ingeniero Franklin Adler planteó un problema insalvable para los vecinos de Yerba Buena: las cloacas descalzadas y desbordadas no van a ser corregidas por las autoridades, porque eso tiene un alto costo y siempre preferirán hacer obras nuevas y no reparar las mal hechas. Como el Rulo de San Javier, nadie hará una ruta nueva porque los que construyeron el camino, hace décadas, calcularon mal el punto de unión de los trabajos y tuvieron que hacer una curva y un túnel de emergencia en medio de la montaña.

Pero las cloacas no son el Rulo. Tienen mal olor. Vivir en un barrio con desbordes permanentes, como cuentan los vecinos de la calle Perú, es insalubre y puede significar un infierno social, como les sucedió durante años a extensas barriadas de la zona sur capitalina. En Yerba Buena muchas de estas obras fueron hechas hace menos de ocho años, por lo que sería fácil reclamarles a los constructores, al Estado que las encargó y a quien debió supervisar: los responsables aún están ahí, en funciones. Uno es el titular del Ersept, ente de control, que depende del gobernador. Claro, hay que probar que la obra estuvo mal hecha. ¿Cómo examinar el subsuelo? ¿Quién lo hará? Adler, por lo pronto, es contundente: hay caños que no empalman con otros; los cálculos estuvieron mal hechos; algunos caños ondulan porque la tierra no fue bien compactada y la pendiente está mal calculada, dice. Basta recordar que hace cinco años varios autos se hundieron en las calles por las que se había puesto la cañería, y la SAT y la Municipalidad de Yerba Buena se culpaban de la mala compactación.

Adler va más allá: dice que las obras nuevas fueron realizadas por empresas constructoras o por cooperativas de trabajo, “y en ambos casos la ejecución fue calamitosa”. La Municipalidad y la SAT, obviamente, dicen que el crecimiento urbano los ha desbordado y culpan a los usuarios por arrojar de todo a las cañerías.

Pero no hablan de la duda sobre la mala praxis constructora, planteada por Adler. Ya otras obras de este tipo han sido cuestionadas en la provincia: en esta década varias reparticiones hicieron trabajos de agua y cloacas por contratación directa: la polémica DAU, el Ente de Infraestructura, la SAT, las comunas y las municipalidades (con cooperativas de trabajo). Pusieron redes de agua, hicieron tanques, pozos y redes de cloacas. La DAU ha estado en el ojo público por las tareas hechas con presuntos sobreprecios (denuncia de la radical Silvia Elías de Pérez), y quedó en evidencia por la obra de cloacas junto al parque Guillermina, que apenas terminada desbordaba con líquidos malolientes. También la Municipalidad capitalina quedó bajo sospecha cuando se aprobó una obra del Plan Más Cerca (que repartió $ 85 millones para obras sanitarias) para poner cloacas en la calle Malabia, en cinco cuadras donde ya había cañerías. La Justicia federal investiga esa denuncia. Se dice que para enmendar el “error”, la Municipalidad planteó poner cloacas en otras cuadras de la Malabia, y fue autorizada para usar la misma plata, sin que se haya hecho estudio del nuevo lugar. Una ampliación de la denuncia indica que en la nueva cuadra también hay cloacas ya colocadas. Además, en la obra de la Malabia se autorizó la construcción de 550 metros de cañería para un tramo cuya extensión real es de 430 metros. Estos “errores de cálculo” se repiten en otras partes: en Pérez Palavecino, entre Jujuy y Buenos Aires, los planos indican ocho bocas de registro pero sólo se construyeron seis, según la denuncia.

Las obras de cloacas mal hechas no sólo son una mala praxis atribuible a error, ineficiencia o estafa. Los desbordes son la única señal de que algo está mal; y la frecuencia y la extensión geográfica de los derrames hacen pensar en un hábito oficial que ve el saneamiento como un negocio y no como un asunto que necesita solución. Adler vaticina que el daño es permanente. Le da una maloliente identidad a un lugar que alguna vez quiso ser un jardín y, para peor, nadie evita que sigan haciéndose obras sin adecuado control.

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