Por Gustavo Martinelli
06 Julio 2014
TRISTEZA SIN FIN. Simba, en “El rey león” llora la muerte de su padre.
¿Quién no derrama una lágrima cuando la madre de Bambi cae abatida por la bala de un cazador? ¿Quién no siente un nudo en la garganta cuando el pequeño Simba se acurruca junto al cadáver de su padre tras ser arrastrado por una estampida? ¿Quién no experimenta una tristeza infinita cuando la madre de Nemo es devorada por una barracuda, o cuando las princesas Elsa y Anna pierden a sus padres en el helado mar de los fiordos noruegos? Probablemente todos sufrimos. Son momentos duros que los filmes de Disney han impuesto casi como un sello a lo largo de su historia, conformando un universo único y complejo: el de los niños huérfanos.
Sí, porque a los protagonistas de las películas de la casa del ratón Mickey siempre les falta alguno de los progenitores. Mowgli, por ejemplo, se crió en medio de la selva hindú con un oso como guía; y Aladino, entre ladrones con un macaco como compañero de andanzas. Blancanieves no sólo no tiene madre sino que su madrastra intenta asesinarla con una manzana envenenada. Ariel, la sirenita, es criada por su padre, al igual que la princesa Jazmín. Y la pobre Cenicienta -heroína desventurada si las hay- crece a instancias de una madrastra que le hace la vida imposible junto a sus dos horribles hijas. De Peter Pan ni siquiera sabemos su origen y Tarzán es adoptado por gorilas después de que a sus padres los devorada un tigre desquiciado. Andy, el niño de “Toy Story” es criado por una madre soltera -aunque tiene una hermana menor de procedencia incierta- y la rata gourmet de “Ratatouille” tiene solo a su padre y a su obeso hermano. Una suerte similar corre el desdichado Quasimodo, quien es criado en las alturas de Notre Dame por el delirante Frollo. ¿Por qué semejante galería de seres desamparados? ¿Qué tienen las familias disfuncionales que atraen tanto a Disney?
Muchos expertos han intentado ensayar una explicación, aunque hasta ahora esa obsesión sigue siendo un completo misterio. Tal vez tenga que ver con el hecho de que el mismo Walt Disney perdió a su madre a los 37 años, a causa de un accidente doméstico, días después del estreno de “Blancanieves”. La tragedia, según reconocen sus biógrafos, marcó terriblemente al realizador. Desde entonces, todos los protagonistas de sus películas se convirtieron en huérfanos.
No obstante, lo que más llama la atención es que esos padres ausentes ni siquiera son mencionados en las historias; como si nunca hubieran existido. Ya sea porque en el universo de Disney no está permitido hablar de los muertos (“Tu madre no podrá venir nunca más. Los hombres se la han llevado”, le dice a Bambi su, hasta entonces, desconocido padre); o porque una posible custodia compartida ni siquiera puede ser aceptada (“He dicho que puede quedarse, no que será mi hijo”, sentencia el gorila Kerchak cuando Kala lleva al pequeño Tarzán a la manada).
Claro que también hay otras teorías. Una de ellas tiene que ver con el mundo de la Literatura. De hecho, muchas de las películas clásicas de Disney están basadas en los cuentos de hadas de los hermanos Grimm o en historias tradicionales del norte de Europa. Esas historias a menudo tenían personajes cuyas madres morían en el momento de dar a luz o poco después, lo cual deja la puerta abierta para que las “madrastras malvadas” invariablemente hagan su trabajo. Al adaptar estas historias a la gran pantalla, Disney se tomó ciertas libertades, aunque nunca dejó de incluir a las madres desaparecidas y a las madrastras siniestras.
Además, la desaparición brusca -a veces demasiado trágica- de los padres encierra un drama que realza la historia: la superación de un trauma es esencial para la conformación del héroe. El ejemplo más claro es Bambi, cuya madre muere a manos de un humano. Esta contingencia no solo da a la película una tragedia que sacude al público; también denuncia la malicia propia del mundo humano.
Una situación menos dramática ocurre en “Lilo y Stitch”. Lilo y su hermana perdieron a sus padres y tuvieron que arreglárselas solas para vivir. Eso convirtió a Lilo en una niña solitaria y extraña (“¿Somos una familia rota?”, le pregunta la pequeña a su hermana mayor en un ataque de nostalgia). Sin embargo, ella logra salir adelante con la llegada del extraterrestre Stitch.
Además está aquella vieja consigna del género dramático que sostiene que la falta de padres es absolutamente necesaria para que la historia sea emotivamente coherente. Porque -seamos realistas- cuesta imaginar que la madre de Bella -de haber estado viva- hubiera dejado viajar solo a su marido; y de haberlo hecho, jamás le hubiera permitido que se alejara del camino, con lo cual no habría historia. Y la madre de Jazmín tal vez nunca hubiera permitido que un subalterno le tomara el pelo a su marido, el rey.
Cierto que, más allá de las tragedias, hay que reconocer que las historias de Disney tienen un final feliz asegurado. Los protagonistas superan sus penas, viven felices y comen perdices... pero sabiendo que puede haber una segunda parte en la que solo los valientes se atreverán a convertirse en padres.
Sí, porque a los protagonistas de las películas de la casa del ratón Mickey siempre les falta alguno de los progenitores. Mowgli, por ejemplo, se crió en medio de la selva hindú con un oso como guía; y Aladino, entre ladrones con un macaco como compañero de andanzas. Blancanieves no sólo no tiene madre sino que su madrastra intenta asesinarla con una manzana envenenada. Ariel, la sirenita, es criada por su padre, al igual que la princesa Jazmín. Y la pobre Cenicienta -heroína desventurada si las hay- crece a instancias de una madrastra que le hace la vida imposible junto a sus dos horribles hijas. De Peter Pan ni siquiera sabemos su origen y Tarzán es adoptado por gorilas después de que a sus padres los devorada un tigre desquiciado. Andy, el niño de “Toy Story” es criado por una madre soltera -aunque tiene una hermana menor de procedencia incierta- y la rata gourmet de “Ratatouille” tiene solo a su padre y a su obeso hermano. Una suerte similar corre el desdichado Quasimodo, quien es criado en las alturas de Notre Dame por el delirante Frollo. ¿Por qué semejante galería de seres desamparados? ¿Qué tienen las familias disfuncionales que atraen tanto a Disney?
Muchos expertos han intentado ensayar una explicación, aunque hasta ahora esa obsesión sigue siendo un completo misterio. Tal vez tenga que ver con el hecho de que el mismo Walt Disney perdió a su madre a los 37 años, a causa de un accidente doméstico, días después del estreno de “Blancanieves”. La tragedia, según reconocen sus biógrafos, marcó terriblemente al realizador. Desde entonces, todos los protagonistas de sus películas se convirtieron en huérfanos.
No obstante, lo que más llama la atención es que esos padres ausentes ni siquiera son mencionados en las historias; como si nunca hubieran existido. Ya sea porque en el universo de Disney no está permitido hablar de los muertos (“Tu madre no podrá venir nunca más. Los hombres se la han llevado”, le dice a Bambi su, hasta entonces, desconocido padre); o porque una posible custodia compartida ni siquiera puede ser aceptada (“He dicho que puede quedarse, no que será mi hijo”, sentencia el gorila Kerchak cuando Kala lleva al pequeño Tarzán a la manada).
Claro que también hay otras teorías. Una de ellas tiene que ver con el mundo de la Literatura. De hecho, muchas de las películas clásicas de Disney están basadas en los cuentos de hadas de los hermanos Grimm o en historias tradicionales del norte de Europa. Esas historias a menudo tenían personajes cuyas madres morían en el momento de dar a luz o poco después, lo cual deja la puerta abierta para que las “madrastras malvadas” invariablemente hagan su trabajo. Al adaptar estas historias a la gran pantalla, Disney se tomó ciertas libertades, aunque nunca dejó de incluir a las madres desaparecidas y a las madrastras siniestras.
Además, la desaparición brusca -a veces demasiado trágica- de los padres encierra un drama que realza la historia: la superación de un trauma es esencial para la conformación del héroe. El ejemplo más claro es Bambi, cuya madre muere a manos de un humano. Esta contingencia no solo da a la película una tragedia que sacude al público; también denuncia la malicia propia del mundo humano.
Una situación menos dramática ocurre en “Lilo y Stitch”. Lilo y su hermana perdieron a sus padres y tuvieron que arreglárselas solas para vivir. Eso convirtió a Lilo en una niña solitaria y extraña (“¿Somos una familia rota?”, le pregunta la pequeña a su hermana mayor en un ataque de nostalgia). Sin embargo, ella logra salir adelante con la llegada del extraterrestre Stitch.
Además está aquella vieja consigna del género dramático que sostiene que la falta de padres es absolutamente necesaria para que la historia sea emotivamente coherente. Porque -seamos realistas- cuesta imaginar que la madre de Bella -de haber estado viva- hubiera dejado viajar solo a su marido; y de haberlo hecho, jamás le hubiera permitido que se alejara del camino, con lo cual no habría historia. Y la madre de Jazmín tal vez nunca hubiera permitido que un subalterno le tomara el pelo a su marido, el rey.
Cierto que, más allá de las tragedias, hay que reconocer que las historias de Disney tienen un final feliz asegurado. Los protagonistas superan sus penas, viven felices y comen perdices... pero sabiendo que puede haber una segunda parte en la que solo los valientes se atreverán a convertirse en padres.
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