Esta iba a ser una nota sobre otra cosa. Esa es la verdad. Lejana al mundial, a sus pasiones, a “Brasil, decime qué se siente...”, a las promesas del final, a los locos que se lanzaron a Río y, sobre todo, muy lejana a Lavezzi, su abdomen y sus tatuajes. Pero son las 16.47 y en la redacción somos 34. Nadie escribe -y los que intentan, no pueden-. En el área de diagramación suena la vuvuzela. Ya gritamos un gol que no fue y otro al que le faltó muy poco. Por momentos no vuela ni una mosca hasta que alguno descomprime y manda alguna frase (“No entienden nada estos alemanes”, “¡Noo, me van a hacer parir!”) o aplaude. Invocan al papa Francisco. Algunos tienen sus cábalas: una periodista es la séptima vez que se pone la misma ropa, que canta el himno parada y que se sienta en la misma silla enfrente del mismo LCD. Otros se han puesto la bandera argentina como capa o sostienen una estampita de la Virgen del Valle. Hay un par de Sabellas que opinan. Pero la mayoría lo invoca a Dios. Al verdadero, no al que los argentinos endiosaron. Entretiempo. Alguien ofrece mate. Los editores apuran, leen y releen los textos, “¿Quién hizo esa foto?”, pregunta el jefe de fotografía. Se respira adrenalina en exceso. Adrenalina de compañerismo, buena onda y alegría. Pocos eventos generan esto. El casi gol de Messi caldea los ánimos y algunos se despachan sin filtro. Llegan los mensajes de amigos reunidos, con las camisetas, las banderas y los restos del asado. Entonces varios se preguntan: “¿Por qué hay que esperar cuatro años?”. Es verdad, cuatro años es mucho tiempo... FIFA, pensalo.

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