Las carpas y los juegos mecánicos invadieron ilegalmente el predio de la reserva arqueológica

Este verano la feria, cuya instalación fue prohibida por el Ente de Cultura en diciembre de 2014, avanzó de la vereda al interior del terreno

ARRUMBADO. El cartel que anunciaba las características patrimoniales del parque fue arrancado de la vereda que hoy ocupan algunos puestos. ARRUMBADO. El cartel que anunciaba las características patrimoniales del parque fue arrancado de la vereda que hoy ocupan algunos puestos.
La camioneta termina de repechar la cuesta y cuando está a punto de llegar a la plaza la recibe un “carperío”. No es despectivo: esa es la palabra que usó el propio comisionado de la Comuna de El Mollar, Jorge Américo Cruz. Describía los puestos de venta ubicados, con su autorización (ver “Está prohibido, pero...”), en el Parque Provincial Los Menhires.

Margarita Mamaní, cacique de la comunidad indígena de El Mollar, usa el término “usurpación”. “La comuna les alquila a personas desconocidas, que vienen de otros lugares, suelo que no puede alquilar, porque no le pertenece; que además es terreno protegido por ley y que guarda restos de nuestros antepasados -denuncia. Han metido topadoras y destruido nuestros rumis (piedras sagradas)”.

La jefa de la comunidad indígena asegura que se han realizado denuncias policiales, que han intervenido la Dirección de Patrimonio y la Comisión de Patrimonio, y que el trámite está en la Fiscalía de Estado, pero nada cambia. “El delegado ni siquiera atiende el teléfono”, se queja e insiste en el tema del alquiler: “según nos dijeron, les cobran entre $ 3.000 y $ 4.000 por un ‘lote’ de 10 x 10”, pero es ilegal: el terreno es de la Provincia y, además, es una reserva arqueológica”.

Mamaní no es la única lugareña molesta. “Están ahí desde la primera semana de enero”, aseguró Alisia Monroy de Ríos, presidenta de la Biblioteca Popular Manuel Aldonate, que funciona en el terreno. “Es un predio protegido, y la comuna hasta ha puesto baños químicos en la puerta de la biblioteca”, se quejó.

Los vendedores
Es media mañana. El sol brilla con fuerza ya y en los puestos la actividad comienza a hacerse intensa. Música con el volumen muy alto, recuerdos, algunos productos regionales, especialmente gastronómicos... ocupan principalmente la vereda y varios se “trepan” a la pirca que delimita el predio.

“Estamos ‘laburando’; no tenemos otro lugar donde ir. Vengo prácticamente desde que nací. Antes había otro terreno, junto a la iglesia, pero lo cercaron y en la comuna nos dijeron que nos instaláramos aquí”, cuenta Cristian Artaza asomando por entre la “cortina” de DVD truchos que divide su puesto en dos. Viene de El Palomar y cuenta que pagó $2.400 por su “lote” de 7x4. “Eso es por la temporada, pero cuando se acaba enero ya no queda mucho por hacer. Además tenemos que pagar la luz”, informa y una sonrisa pícara se le pinta en los ojos: “en realidad, te cobran ‘según la cara’. A nosotros nos hacen precio porque mi viejo vende en El Mollar desde hace 17 años”, confiesa. Luego aclara que “nosotros” son él, su mujer y un chiquillo que duermen en el suelo, en el mismo puesto, sobre un colchón. “Para bañarnos le pagamos a una gente que tiene su casa aquí cerca”, añade, sin dejar de sonreír; “ya estamos acostumbrados”, dice al despedirse.

Justo en la esquina, donde la pirca ha dejado de existir, Alejandra Ayende atiende un puesto de dulces regionales, que es de su padre. Durante el año trabaja en la fábrica, en “la ciudad”, pero forma parte de la comunidad indígena. “Soy hija de una lugareña. Y sé que esto es un lugar protegido. Pero no nos dan alternativas. La comunidad no quería que se hiciera la feria, pero ¿cómo hacemos para trabajar? La comuna nos autoriza y nos alquila el lugar. ¿Por qué sería entonces ilegal?”, pregunta preocupada pero sin enojo, mientras vende alfajores y nueces confitadas.

Lo nuevo
A pesar de todo este debate, en realidad a los puesteros la existencia de la feria no les llama la atención. Aunque está prohibido (ver “Todo el predio del parque...”), se lleva a cabo desde hace años. Pero esta temporada las cosas han ido más allá. “Por primera vez no se han limitado a la vereda, cosa que también está prohibida desde enero de 2014, sino que se han metido dentro del predio”, denuncia la arquitecta Mercedes Aguirre, titular de la Dirección de Patrimonio del Ente de Cultura de la Provincia.

No son puestos de venta lo que funciona en ese lugar: es un pequeño parque de diversiones; hay además una gran carpa blanca donde, puede verse a simple vista, vive gente. El parque no funciona por la mañana, pero hay algunas personas limpiando y haciendo arreglos. No quieren hablar. Solo un hombre que lleva unos gruesos cables acepta a duras penas dar su nombre (Cristian); dice que la información tiene que darla la Comuna. “Nadie arma nada sin autorización de ellos”, repite y se marcha del lugar.

Con un montón de preguntas sin respuestas, la subida hacia el rincón donde están los menhires -después de tantos años de manoseo- permite olvidar por un rato la realidad del lugar: las grandes piedras son imponentes y, mudas, cuentan historias. Pero basta girar la cabeza para reencontrar el triste paisaje: allá abajito, ocultando parcialmente el azul del lago, “el carperío” grita que algo no está funcionando como debería.

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