El valor indeclinable de la solidaridad

Es en los momentos de crisis donde surge lo mejor y también lo peor del ser humano. En el caso de las terribles consecuencias del temporal en nuestra provincia, esta dualidad también está presente. Por un lado, ante el sufrimiento que padecen actualmente las poblaciones más afectadas por la tormenta se contrapone la soberbia solidaridad de los tucumanos, que con donaciones y campañas, están tratando de llevar un poco de esperanza allí, donde todo se ha perdido. Pero también se puso en evidencia la falta de reacción de un gobierno que, aturdido por la crisis, sigue buscando una salida política digna. El mismo cardenal Luis Héctor Villalba lo reconoció ayer. “Mucha gente está sufriendo por las inundaciones; ha perdido todo, por eso debemos ser muy generosos. Muchos pedían no volver adonde vivían. Otros se lamentaban porque las autoridades no se hacían presentes ni siquiera para llevarles agua mineral”, sentenció. Con estas palabras, el purpurado le reclamó al Gobierno la misma solidaridad que la gente, espontáneamente, puso en marcha apenas se produjo la devastación.

De la solidaridad se ha dicho, con razón, que favorece tanto o más al que la presta que al que la recibe. Es un principio moral que todos los miembros de la sociedad deberían tener presente. A menudo se supone que sólo puede realizar actividades solidarias la persona que posee abundantes bienes. En realidad, no es así: todo ser humano está en condiciones de dar algo a sus semejantes. “La solidaridad es horizontal e implica respeto mutuo”, señaló Eduardo Galeano. Tal vez algunos sólo puedan dar su tiempo o su afecto. Pero la cuantía de lo que se da no se mide en términos materiales. Como dijo Antoine de Saint Exupéry, lo esencial es invisible a los ojos. Ese es el sentido último de la solidaridad que los pueblos reclaman. Obviamente, eso no significa desconocer que el esfuerzo mayor debe recaer, necesariamente, en todos los casos, sobre los que más tienen y, aún más, sobre el Gobierno, que debe velar por el bienestar de sus ciudadanos. Porque, ante la desdicha, no cabe ninguna especulación política.

En este sentido, al Estado de quedan varias responsabilidades fundamentales: velar por la seguridad, la educación y la salud de las poblaciones afectadas, imponer el respeto a la ley, garantizar la recuperación de las comunidades golpeadas y, sobre todo, invertir como se debe en una infraestructura que resista el paso del tiempo y los embates climáticos. Pero con déficits agudos en educación y salud, con altos índices de delincuencia o corrupción y con economías sujetas al predominio de sectores monopólicos, ninguna comunidad puede alcanzar los beneficios de un desarrollo sostenido y extendido a todo el cuerpo social. La experiencia histórica enseña que no basta con asegurar esos mecanismos y esos modos de organización institucional. Hace falta algo más. Y ese algo más nos conduce, necesariamente, al mundo de la ética y de los valores. Sin ética política la solidaridad no puede completar su trabajo. De hecho, este es uno de los grandes desafíos que tiene por delante la Argentina y también uno de los anhelos del papa Francisco cuando sentenció en 2013 durante su visita a Brasil: “El futuro exige la tarea de rehabilitar la política, que es una de las formas más altas de la caridad, y una visión humanista de la economía. Una política que evite el elitismo y erradique la pobreza, que asegure dignidad y solidaridad”.

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