Por Irene Benito
12 Agosto 2015
Está adentro, tan adentro de la Costanera, que identificarlo con su nombre y su apellido reales implicaría exponerlo a riesgos de toda clase. Quizá más de los que corre por la noche cuando, con un equipo reducido de voluntarios, sale a buscar a los adictos al “paco”. Exequiel López (EL, por llamarlo de alguna forma) se mete en aguantaderos y pasillos con su sonrisa y un termo: estas son las únicas armas de las que dispone para oponer resistencia a la droga que se ha apoderado del barrio hasta sumirlo en un desastre humanitario.
En una de esas recorridas de por sí enloquecedoras, EL se topó con una escena que no puede -ni quiere- olvidar. “Vi a un padre y a una madre agarrando a su hijo entre los dos, forcejeando con él, para evitar que saliese a drogarse. Lo sostenían con toda su fuerza, pero el chico quería irse”, relata en la oficina que un intermediario facilitó para la entrevista. Con sus palabras, EL asegura que en ese cuadro familiar se unían la potencia máxima del amor y la fealdad más honda. “Sentía la belleza y la repugnancia, porque, por un lado, los padres estaban poniendo su cuerpo para salvar a su hijo pero, por el otro, este se les iba. Pienso una y otra vez en esa imagen tan dura, y veo a una familia abrazada, casi con violencia, pero abrazada al fin. Después de ese hecho, encontré al joven en las esquinas, consumiendo”, añade con serenidad.
Contar las bajas
Las esquinas de la Costanera suelen funcionar como punto de encuentro de adictos. EL explica que los grupos se forman con cuatro o cinco miembros de todas las edades, aunque prevalecen los adolescentes y jóvenes. Entre ellos tienen en común la delgadez extrema. Después de algunas dosis, los drogodependientes adquieren el aspecto de zombis. “Hay ‘banditas’ que ya nos esperan”, comenta EL (también por seguridad se omiten sus señas particulares), que advierte pequeños pero simbólicos progresos desde que empezaron con las salidas nocturnas. Y agrega que con sus acompañantes sólo pretenden ofrecer un “cable a tierra”. “No vamos a convertirlos ni a curarlos, sino a que nos conozcan. Quiero que en el momento en el que decidan dejar las drogas, tengan a quién acudir y sepan que cuentan conmigo”, manifiesta.
Mientras esperan que un consumidor pida ayuda, se enteran de las bajas. Porque un drogodependiente muere regularmente por un motivo u otro -suicidio, sobredosis, violencia, enfermedades y accidentes propios de la marginalidad y la pobreza-. En julio llegó a haber un fallecimiento por semana. La última muerte (conocida) de un adicto ocurrió hace ocho días, cuando el joven Oscar Jiménez recibió un tiro en una finca cercana al barrio “130 viviendas”, donde viven familias trasladadas de la Costanera.
En palabras de Benedetti
EL y su gente trabajan a pulmón acercándose a la gente que otra gente evita. No disponen de custodia ni de salvoconductos para el caso de que la cosa se ponga fea. Y puede pasar que, de repente, se desate una balacera como la que en 2012 mató a José Daniel Palavecino, el muchacho adicto a quien su madre encadenaba para evitar que saliese a robar y a drogarse. Todo esto ocurre a no más de 35 cuadras de la plaza Independencia, en el barrio gobernado por “dealers” y empresarios del “narcomenudeo”.
EL dice que, pese a todo lo que se ha dicho y se hace, porque el Estado está presente en la zona, el “paco” circula más que antes. En los últimos días suscribieron esa opinión Dora Ibáñez, cofundadora de la agrupación Madres del Pañuelo Negro; Melitón Chávez, vicario de la Solidaridad y párroco de El Salvador, y los papás Fabio Paz y José Palavecino. Paul Hofer, secretario de Seguridad Ciudadana, dijo que no sabía si había más droga que antes; en cambio, aseguró que no servía de nada detener a todo el mundo y que había que trabajar en la prevención.
Justamente a eso se dedica EL, que durante el día colabora en diferentes proyectos sociales para la Costanera. Este activista lucha para sacar el vecindario adelante desde muy chico, cuando una docente lo llevó a conocer la subsistencia en los márgenes del río Salí, por definición, el área más pobre de un territorio pobrísimo. “Me tomé muy a pecho lo que pasa aquí: quiero otra realidad para mi barrio”, afirma. Son muchas las contras y las ocasiones para la impotencia, pero Exequiel López, EL, no se deja ganar por el abatimiento. Está tan adentro de la Costanera, tan metido que no puede separar su destino del destino de su próximo prójimo, como diría el poeta Mario Benedetti.
En una de esas recorridas de por sí enloquecedoras, EL se topó con una escena que no puede -ni quiere- olvidar. “Vi a un padre y a una madre agarrando a su hijo entre los dos, forcejeando con él, para evitar que saliese a drogarse. Lo sostenían con toda su fuerza, pero el chico quería irse”, relata en la oficina que un intermediario facilitó para la entrevista. Con sus palabras, EL asegura que en ese cuadro familiar se unían la potencia máxima del amor y la fealdad más honda. “Sentía la belleza y la repugnancia, porque, por un lado, los padres estaban poniendo su cuerpo para salvar a su hijo pero, por el otro, este se les iba. Pienso una y otra vez en esa imagen tan dura, y veo a una familia abrazada, casi con violencia, pero abrazada al fin. Después de ese hecho, encontré al joven en las esquinas, consumiendo”, añade con serenidad.
Contar las bajas
Las esquinas de la Costanera suelen funcionar como punto de encuentro de adictos. EL explica que los grupos se forman con cuatro o cinco miembros de todas las edades, aunque prevalecen los adolescentes y jóvenes. Entre ellos tienen en común la delgadez extrema. Después de algunas dosis, los drogodependientes adquieren el aspecto de zombis. “Hay ‘banditas’ que ya nos esperan”, comenta EL (también por seguridad se omiten sus señas particulares), que advierte pequeños pero simbólicos progresos desde que empezaron con las salidas nocturnas. Y agrega que con sus acompañantes sólo pretenden ofrecer un “cable a tierra”. “No vamos a convertirlos ni a curarlos, sino a que nos conozcan. Quiero que en el momento en el que decidan dejar las drogas, tengan a quién acudir y sepan que cuentan conmigo”, manifiesta.
Mientras esperan que un consumidor pida ayuda, se enteran de las bajas. Porque un drogodependiente muere regularmente por un motivo u otro -suicidio, sobredosis, violencia, enfermedades y accidentes propios de la marginalidad y la pobreza-. En julio llegó a haber un fallecimiento por semana. La última muerte (conocida) de un adicto ocurrió hace ocho días, cuando el joven Oscar Jiménez recibió un tiro en una finca cercana al barrio “130 viviendas”, donde viven familias trasladadas de la Costanera.
En palabras de Benedetti
EL y su gente trabajan a pulmón acercándose a la gente que otra gente evita. No disponen de custodia ni de salvoconductos para el caso de que la cosa se ponga fea. Y puede pasar que, de repente, se desate una balacera como la que en 2012 mató a José Daniel Palavecino, el muchacho adicto a quien su madre encadenaba para evitar que saliese a robar y a drogarse. Todo esto ocurre a no más de 35 cuadras de la plaza Independencia, en el barrio gobernado por “dealers” y empresarios del “narcomenudeo”.
EL dice que, pese a todo lo que se ha dicho y se hace, porque el Estado está presente en la zona, el “paco” circula más que antes. En los últimos días suscribieron esa opinión Dora Ibáñez, cofundadora de la agrupación Madres del Pañuelo Negro; Melitón Chávez, vicario de la Solidaridad y párroco de El Salvador, y los papás Fabio Paz y José Palavecino. Paul Hofer, secretario de Seguridad Ciudadana, dijo que no sabía si había más droga que antes; en cambio, aseguró que no servía de nada detener a todo el mundo y que había que trabajar en la prevención.
Justamente a eso se dedica EL, que durante el día colabora en diferentes proyectos sociales para la Costanera. Este activista lucha para sacar el vecindario adelante desde muy chico, cuando una docente lo llevó a conocer la subsistencia en los márgenes del río Salí, por definición, el área más pobre de un territorio pobrísimo. “Me tomé muy a pecho lo que pasa aquí: quiero otra realidad para mi barrio”, afirma. Son muchas las contras y las ocasiones para la impotencia, pero Exequiel López, EL, no se deja ganar por el abatimiento. Está tan adentro de la Costanera, tan metido que no puede separar su destino del destino de su próximo prójimo, como diría el poeta Mario Benedetti.