El niño, padre del hombre

William Wordsworth, uno de los poetas más admirados de la literatura inglesa, aseguró en una de sus maravillosas “Baladas líricas” que el niño es “el padre del hombre”. Y lo dijo no sólo como una metáfora de la vida, sino como una poética alegoría sobre los alcances de la buena educación. Porque... si el niño es el padre del hombre también podría aventurarse que el hombre es la larga y misteriosa sombra que el niño proyectará en el tiempo. Por eso, instruir a un niño es preparar la venidera historia del mundo. Así de importante y delicado. De allí que la educación -ese arte que conjuga de un modo armonioso la sabiduría, el conocimiento y la información-, es tal vez la cuestión más ardua que deberá asumir el gobierno que viene. Sí, porque no se puede seguir llamando escuelas a aquellos sitios donde se ha renunciado a la auténtica formación para dar lugar al conformismo y la facilidad. Un conformismo del que ya nos habló Guillermo Jaim Echeverry en su contundente libro “La tragedia educativa” (1999). De hecho, los años transcurridos de la publicación de esa contundente diatriba no han debilitado la vigencia de sus dichos. Más bien lo han ratificado. Entonces es válido preguntarnos ahora -sobre todo ahora- si es que las cosas continuarán así, o si de alguna manera,se conseguirá transformar esta crisis educativa -el filósofo Santiago Kovadloff la llama “ruina”-, en una decisiva estrategia de aprendizaje humano, tal como proponía Wordsworth.

Hay algunas escuelas que, desoyendo las disposiciones del Gobierno, ya han optado por este segundo camino. Tímidamente -casi en secreto- se animan a desarrollar estrategias que van más allá de una simple contención para evitar la deserción escolar. Son escuelas y colegios que no sólo implementan proyectos educativos novedosos, sino que además consiguen involucrar en esta épica particular a los padres. Y eso es extremadamente positivo. No sólo porque la familia es el genoma en el que se inscribe nuestra sociedad, sino porque sin los padres presentes, los valores se vuelven invisibles. Lamentablemente, dos o tres golondrinas no auguran el siempre esperado verano. Por eso en Tucumán siguen siendo legión los adolescentes que no estudian ni trabajan; y se cuentan por cientos los niños expuestos a un porvenir desolador por la falta de proyectos educativos coherentes. En consecuencia, la estrategia oficial sigue siendo atender esta realidad casi en forma exclusiva. En buena hora, por supuesto, pero de una manera poco efectiva y más bien imprecisa. Kovadloff, en su artículo “La agonía de la educación”, lo explica de una manera clara y contundente: “el gobierno opta por repoblar las aulas. Pero no con alumnos, sino con desamparados. El gesto es misericordioso, pero nada tiene que ver con la educación. Promover la inclusión escolar a costa de la identidad educativa es un contrasentido. Con el triunfo del facilismo, vence la decadencia y se profundiza el alejamiento del auténtico progreso pedagógico, que consiste en dar forma a la subjetividad del niño en el campo de la capacitación y la cultura”.

Es claro: las autoridades olvidan que el alumno es mucho más que un chico que no está deambulando en la calle. Es, sobre todo un proyecto que demanda resposabilidad, como decía Wordsworth. El niño es el futuro ciudadano. Es nuestro futuro. Y si ese futuro se moldea inconsistentemente, con simples paliativos y sin ningún tipo de incentivo intelectual ¿que sociedad nos espera? Tal vez se debería girar los ojos y aprender de esas pequeñas “escuelas rebeldes” que, en medio de este contrasentido educativo, apuestan a una formación integral que va más allá del simple reclutamiento y que ayudan a los chicos a enfrentar los desafíos de la madurez. La educación, por supuesto, no es un instrumento infalible (ninguno lo es), pero sí es el más precioso de todos. Tal vez sea el único capaz de ayudar a construir un porvenir distinto; más humano, más inclusivo, más preparado. Por eso, va siendo tiempo de recuperar las virtudes de la educación formal. Esa educación que no confunde “inclusión” con “dejar hacer”. Una educación que en otros tiempos alumbró investigadores, científicos, escritores e intelectuales reconocidos a nivel mundial, sin recurrir al facilismo; premiando el esfuerzo y la dedicación. Una educación que, en definitiva, prepare a los jóvenes para la vida y la esperanza, no para el pugilato y la desidia.

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