Por Silvina Cena
24 Agosto 2015
ATAREADA. Celeste Dupuy (al lado de la urna) tiene 24 años y ejerció el rol de presidenta de mesa por primera vez. la gaceta / foto de florencia zurita
1. Es una escuela y son las 8.30, pero parece un boliche en el fragor de las 4. La música dominante es la que generan decenas de gritos superpuestos: gritan quienes están parados, gritan quienes están sentados, pero sobre todo gritan quienes quedaron atascados -atascados: presionándose con sus propios cuerpos, sofocándose con la mutua respiración y sin posibilidad de avanzar o retroceder un centímetro- en un pasillo que las sillas de los fiscales han devenido estrechísimo. “¡Eh, están pasados! ¡No empujen!”, reclama una mujer desde el centro mismo del hervidero y como respuesta le caen más gritos, no está claro si en aval u oposición. Pocos de los presentes pueden quedar ajenos al enjambre, pero Celeste sí, Celeste ni siquiera lo atiende. Con los ojos sopesa la larga fila a su costado, con una mano custodia la ranura de la urna a su frente y con infinita paciencia responde las preguntas (todo el día las mismas preguntas, todo el día las mismas respuestas) de quienes la encaran, no siempre con modos amables.
Celeste Dupuy Sueldo -presidenta de la mesa 616 de la Escuela de Manualidades Mercedes San Martín de Balcarce- quizás no lo sabe cuando se sienta en esa silla, pero la jornada electoral le tiene deparada, mucho más que un deber cívico, una prueba a su paciencia.
2. El primer examen le llega cuando aún no se ha cumplido la primera hora de abiertos los comicios, de la mano de un padre y un hijo de apellido Fernández. El hijo ha presentado un DNI que no coincide con el del padrón y, cuando Celeste se lo hace saber, es el padre quien reacciona con mayor euforia. “¿Cuál es el problema de votar con ese documento?”, dice varias veces, y cada vez levanta más la voz. No valen las explicaciones de la autoridad de mesa para convencer al hombre, que exclama enajenado que en las PASO no han recibido objeciones. Cuando la vocal, Romina Espeche, y algunos de los fiscales intervienen para ofrecerle más argumentos, la pelea del Fernández mayor se vuelve contra toda la mesa. Hablan muchos al mismo tiempo, pero es Celeste -el rostro siempre sereno- quien zanja la discusión al grito de “¡gendarme!”. El uniformado ratifica lo dispuesto por ella y el joven se retira sin votar.
Sin embargo, otro frente de discusión se le abre a la presidenta a los pocos minutos, cuando debe reiterarle a un hombre que se aleje de la puerta del cuarto oscuro (las reglas indican que los accesos tienen que estar libres). El aludido la mira fiero y, sin mayores razones, se indigna: “¡vos dedicate a hacer lo tuyo, no molestés acá!”. Celeste podría responderle que poner orden es parte de hacer lo suyo, pero simplemente se para y contesta “no me trate así, señor”. El hombre se retira murmurando frases inaudibles y para Dupuy eso es suficiente. “Bueno, vamos otra vez”, dice, y llama al siguiente de la fila.
3. ¿Qué estaría haciendo Celeste -24 años, estudiante de Letras- si no estuviese en esta escuela ubicada en España al 1.500? Estaría en su casa, dice, distante tres cuadras, repasando “Literatura argentina II”, materia que debe recuperar en dos semanas. O estaría leyendo “1984”, la novela de George Orwell que dejó pendiente en su mesa de luz. No estaría, en cambio, con su novio, porque a él también le tocó ser presidente de mesa, aunque en otra institución. Pero se encuentra aquí, respondiendo con sensato interés y esporádica sonrisa a decenas de preguntas que los votantes podrían contestar solos si simplemente leyeran los afiches en las paredes. “¿Qué número de mesa es esta?”; “¿aquí es para Farías?”; “¿está bien votar con este DNI?”. Hay otras demandas menos amables de la atención de la autoridad de mesa: “oiga, yo estoy embarazada, no voy a hacer la fila”; “soy fiscal y tengo que seguir trabajando, déjeme votar”; “ella es mi mamá, tiene 90 años, el gendarme ordena que le hagan paso”. Celeste siempre encuentra el equilibrio entre la nueva solicitud y la tolerancia de la fila que aguarda.
4. Del fondo surge una voz fuerte, autoritaria. Es una de las 24 fiscales de la mesa 616. Reclama pasar a controlar los votos e insiste en ello con vehemencia, casi con agresividad, pese a que Dupuy le promete que lo hará en 20 minutos, como han acordado antes. “¡Soy fiscal y puedo pasar cuando yo quiera!”, se encapricha la mujer, mientras camina hacia la silla de la presidenta. Prende la cámara de su celular y se envalentona: “¿o sea que no me vas a dejar entrar?”. Celeste no llega a contestar; lo hacen por ella unas mujeres que esperan en la fila. “¡Pero dejá de hacerte la mala!”; “¡basta ya de hacer perder el tiempo!”, le gritan a la fiscal. “Tranquilícense todos”, pide Dupuy. La fiscal la ignora y convoca al veedor para que intervenga. No se escucha qué le dice este, pero a ella se la ve volver a su asiento, ya con la cámara apagada.
5. No hay muchos momentos más ríspidos, pero tampoco instancias de sosiego en la jornada de Celeste. El mediodía es la hora de mayor actividad: aunque la mesa está próxima a la salida del pasillo, la masa de gente es tan compacta que no deja entrar la luz de día y la presencia del sol apenas se intuye. En un rápido vistazo de la fila, a Celeste se le suavizan los gestos de la cara. No lo dice, pero ha divisado a su papá, Eduardo, y a su hermano, Ulises. Ya con ellos al frente, les confiere el mismo trato cordial que al resto de los sufragantes. Sólo a último momento se adivina un nexo entre ellos porque Eduardo pregunta: “¿está bien el yoghurt que te trajimos? ¿A qué hora querés almorzar?”. Volverán más tarde con dos manzanas rojas, una gaseosa y sánguches de jamón y queso en pan lactal, que la joven apenas prueba.
6. Con el correr de las horas, la multitud se dispersa y la presidenta se relaja. Se anima a contar, por ejemplo, que el sábado ha ejercitado las pantorrillas en el gimnasio y que ahora, por el dolor, camina de forma graciosa. Chequea cada tanto su Whatsapp (no más de cuatro veces en todo el día). Recuerda que durmió entrecortado (“me desperté a las 5.30, a las 6 y a las 6.30”). Sin pensarlo, logra un sello personal: es la única de las autoridades que, junto con el sobre, entrega plasticola para sellarlo. Y, al final, se anima hasta a un chistecito. Cuando los fiscales le sugieren que sacuda la urna para que los votos no se amontonen, ella obedece y expresa: “listo, así, como Susana”. El escrutinio demandará otro temple, pero cuando el timbre de la escuela anuncia el fin de la hora de votación, Celeste sabe que su paciencia ha resistido a todas las pruebas.
Celeste Dupuy Sueldo -presidenta de la mesa 616 de la Escuela de Manualidades Mercedes San Martín de Balcarce- quizás no lo sabe cuando se sienta en esa silla, pero la jornada electoral le tiene deparada, mucho más que un deber cívico, una prueba a su paciencia.
2. El primer examen le llega cuando aún no se ha cumplido la primera hora de abiertos los comicios, de la mano de un padre y un hijo de apellido Fernández. El hijo ha presentado un DNI que no coincide con el del padrón y, cuando Celeste se lo hace saber, es el padre quien reacciona con mayor euforia. “¿Cuál es el problema de votar con ese documento?”, dice varias veces, y cada vez levanta más la voz. No valen las explicaciones de la autoridad de mesa para convencer al hombre, que exclama enajenado que en las PASO no han recibido objeciones. Cuando la vocal, Romina Espeche, y algunos de los fiscales intervienen para ofrecerle más argumentos, la pelea del Fernández mayor se vuelve contra toda la mesa. Hablan muchos al mismo tiempo, pero es Celeste -el rostro siempre sereno- quien zanja la discusión al grito de “¡gendarme!”. El uniformado ratifica lo dispuesto por ella y el joven se retira sin votar.
Sin embargo, otro frente de discusión se le abre a la presidenta a los pocos minutos, cuando debe reiterarle a un hombre que se aleje de la puerta del cuarto oscuro (las reglas indican que los accesos tienen que estar libres). El aludido la mira fiero y, sin mayores razones, se indigna: “¡vos dedicate a hacer lo tuyo, no molestés acá!”. Celeste podría responderle que poner orden es parte de hacer lo suyo, pero simplemente se para y contesta “no me trate así, señor”. El hombre se retira murmurando frases inaudibles y para Dupuy eso es suficiente. “Bueno, vamos otra vez”, dice, y llama al siguiente de la fila.
3. ¿Qué estaría haciendo Celeste -24 años, estudiante de Letras- si no estuviese en esta escuela ubicada en España al 1.500? Estaría en su casa, dice, distante tres cuadras, repasando “Literatura argentina II”, materia que debe recuperar en dos semanas. O estaría leyendo “1984”, la novela de George Orwell que dejó pendiente en su mesa de luz. No estaría, en cambio, con su novio, porque a él también le tocó ser presidente de mesa, aunque en otra institución. Pero se encuentra aquí, respondiendo con sensato interés y esporádica sonrisa a decenas de preguntas que los votantes podrían contestar solos si simplemente leyeran los afiches en las paredes. “¿Qué número de mesa es esta?”; “¿aquí es para Farías?”; “¿está bien votar con este DNI?”. Hay otras demandas menos amables de la atención de la autoridad de mesa: “oiga, yo estoy embarazada, no voy a hacer la fila”; “soy fiscal y tengo que seguir trabajando, déjeme votar”; “ella es mi mamá, tiene 90 años, el gendarme ordena que le hagan paso”. Celeste siempre encuentra el equilibrio entre la nueva solicitud y la tolerancia de la fila que aguarda.
4. Del fondo surge una voz fuerte, autoritaria. Es una de las 24 fiscales de la mesa 616. Reclama pasar a controlar los votos e insiste en ello con vehemencia, casi con agresividad, pese a que Dupuy le promete que lo hará en 20 minutos, como han acordado antes. “¡Soy fiscal y puedo pasar cuando yo quiera!”, se encapricha la mujer, mientras camina hacia la silla de la presidenta. Prende la cámara de su celular y se envalentona: “¿o sea que no me vas a dejar entrar?”. Celeste no llega a contestar; lo hacen por ella unas mujeres que esperan en la fila. “¡Pero dejá de hacerte la mala!”; “¡basta ya de hacer perder el tiempo!”, le gritan a la fiscal. “Tranquilícense todos”, pide Dupuy. La fiscal la ignora y convoca al veedor para que intervenga. No se escucha qué le dice este, pero a ella se la ve volver a su asiento, ya con la cámara apagada.
5. No hay muchos momentos más ríspidos, pero tampoco instancias de sosiego en la jornada de Celeste. El mediodía es la hora de mayor actividad: aunque la mesa está próxima a la salida del pasillo, la masa de gente es tan compacta que no deja entrar la luz de día y la presencia del sol apenas se intuye. En un rápido vistazo de la fila, a Celeste se le suavizan los gestos de la cara. No lo dice, pero ha divisado a su papá, Eduardo, y a su hermano, Ulises. Ya con ellos al frente, les confiere el mismo trato cordial que al resto de los sufragantes. Sólo a último momento se adivina un nexo entre ellos porque Eduardo pregunta: “¿está bien el yoghurt que te trajimos? ¿A qué hora querés almorzar?”. Volverán más tarde con dos manzanas rojas, una gaseosa y sánguches de jamón y queso en pan lactal, que la joven apenas prueba.
6. Con el correr de las horas, la multitud se dispersa y la presidenta se relaja. Se anima a contar, por ejemplo, que el sábado ha ejercitado las pantorrillas en el gimnasio y que ahora, por el dolor, camina de forma graciosa. Chequea cada tanto su Whatsapp (no más de cuatro veces en todo el día). Recuerda que durmió entrecortado (“me desperté a las 5.30, a las 6 y a las 6.30”). Sin pensarlo, logra un sello personal: es la única de las autoridades que, junto con el sobre, entrega plasticola para sellarlo. Y, al final, se anima hasta a un chistecito. Cuando los fiscales le sugieren que sacuda la urna para que los votos no se amontonen, ella obedece y expresa: “listo, así, como Susana”. El escrutinio demandará otro temple, pero cuando el timbre de la escuela anuncia el fin de la hora de votación, Celeste sabe que su paciencia ha resistido a todas las pruebas.