La trágica explosión del 58 fue premonitaria: la suerte estaba echada

TESTIGO PRESENCIAL. Lito Cruz, ex tornero del ingenio San Ramón, posa en la entrada de la fábrica ubicada en Villa Quinteros, a 70 km de la capital. la gaceta / fotos de Osvaldo Ripoll TESTIGO PRESENCIAL. Lito Cruz, ex tornero del ingenio San Ramón, posa en la entrada de la fábrica ubicada en Villa Quinteros, a 70 km de la capital. la gaceta / fotos de Osvaldo Ripoll
28 Agosto 2016

Villa Quinteros estalló varias veces. La apariencia sosegada del pueblo oculta una historia explosiva. Una capa de letargo recubre los recuerdos agitados y condiciona la mirada sobre el porvenir. La localidad ubicada 70 kilómetros al sur de la capital alguna vez soñó con convertirse en ciudad. Aunque desvanecidos por la dejadez, edificios antiguos con aspiraciones estéticas dan fe de ese proyecto colectivo. La nostalgia de lo que no pudo ser pervive en los 4.000 habitantes que quedan allí y que de a poco olvidan los detalles de los sucesos trágicos asociados al ingenio San Ramón. Pero Lito Cruz recuerda todo.

Este “Marcello Mastroianni” de Villa Quinteros lleva bien sus 76 años. Orgulloso, se presenta como uno de los contados ex empleados de la fábrica que quedan en el pueblo. Él acumulaba poco más de una década de antigüedad como tornero cuando el ingenio “falleció” o “fue asesinado”. Ello aconteció el 31 de agosto de 1967. “Justo el día de San Ramón: yo lo interpreté como una burla”, indica en el zaguán de su vivienda centenaria en El Cuadro, el barrio que creció en los terrenos aledaños a la fábrica. Oriundo de un paraje próximo a Acheral e hijo de un trabajador del surco, se casó con Berta Rojas, la misma mujer que el pasado miércoles 24 de agosto le podó la siesta. Antes de evocar sus peripecias y las penurias de los obreros sin trabajo, Cruz revive el primer drama del ingenio: la explosión de la válvula que mató a siete compañeros.

Aquel accidente laboral con connotaciones dantescas puede ser considerado el comienzo de las desgracias que golpearon a Villa Quinteros: un monolito ubicado a un costado de la plaza Manuel Belgrano homenajea a las víctimas, entre ellas, al suegro de Cruz, Julio Rojas. “La máquina colapsada voló como un cohete: dejó un boquete y aplastó a los operarios. Nosotros nos enteramos de la tragedia cuando estábamos por entrar al cine”, acota el tornero memorioso sobre aquel 30 de abril de 1958.



Al ritmo de la molienda, una clase media trabajadora se había formado en Villa Quinteros, comuna creada en 1888 por decisión del gobernador Lídoro Quinteros. El dinero circulaba como circulaban los trenes, cuyas vías y estación hoy lucen más fantasmagóricas que las instalaciones del ingenio. La fábrica fundada en 1925 por el inmigrante siriolibanés José Fara pasa, una década después, a la Sociedad Simón y Compañía SRL. En lo que queda del edificio fabril funcionan en el presente un taller de reparación de maquinaria agrícola y un depósito de bolsas de azúcar. El empresario Oscar Amado controla el predio.

El cierre de la planta deja sin sustento a alrededor de 700 obreros. Y nunca llega la nueva industria prometida por las sucesivas administraciones. La desesperación había avanzado para marzo de 1968, cuando la firma a cargo del arquitecto Ricardo Simón Padrós saca el trapiche del San Ramón y lo lleva al ingenio Aguilares. Cruz y Víctor Enrique Miranda, quien entonces era ayudante en el establecimiento de Villa Quinteros, coinciden en destacar que el traslado ocurrió en forma sigilosa y por un camino lateral, mientras el entonces obispo de Concepción, Juan Carlos Ferro, “contenía” a los vecinos en la iglesia del pueblo.

El vaciamiento del ingenio desata la protesta y empiezan los cortes de ruta. El malestar confluye en la represión feroz del 9 de abril de 1969. Villa Quinteros se convierte en escenario de cruentos operativos policiales “casa por casa”. Los pobladores se defienden con piedras y hondas frente a tiros, garrotazos y gases lacrimógenos. La violencia estalla, y se confunde con los gritos de pobreza y de hambre.

“Desde entonces estamos suspendidos en el tiempo”, define Sergio López, docente, 36 años. Según su conocimiento del terreno, pese a la expansión del limón y del arándano, la economía de gran parte de los vecinos depende del Estado. En un banco de la plaza, López apunta que a la dirigencia le falta sentido de pertenencia y amor por su tierra, y compara el abandono de Villa Quinteros con las iniciativas de Río Seco y de Simoca. Pero su hermana, Graciela López, y el esposo de ella, Alberto Rodríguez, mencionan que una feria dominical anima al pueblo y se alegran porque el comisionado Martín Robles puso en condiciones los juegos infantiles del paseo público, como parte de una estrategia para frenar la ola de inseguridad. Aunque las confiterías y el progreso desaparecieron, Lito Cruz conserva la sonrisa. “Yo me adapté”, confiesa entre recuerdos. Pero una mujer de su edad que lo saluda con familiaridad pueblerina suelta al pasar una conclusión devastadora: “llevamos una vida fea”.

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