“Había que dejar limpita la caña, si no el ingenio no la recibía”

Conmovedor testimonio de tres ex obreros, voces de un pueblo que surgió con la fábrica azucarera y hoy subsiste gracias al empleo estatal.

EX OBREROS. Armando Suárez y Domingo Torres en una instalación de Rodolfo Soria hecha con cañas, en el casco del ex ingenio. Detrás, Mario Soria. LA GACETA / FOTOS DE FRANCO VERA EX OBREROS. Armando Suárez y Domingo Torres en una instalación de Rodolfo Soria hecha con cañas, en el casco del ex ingenio. Detrás, Mario Soria. LA GACETA / FOTOS DE FRANCO VERA
28 Agosto 2016

A ninguno de los tres se les ha borrado la imagen de la madrugada del 23 de agosto de 1966, cuando se presentaron a trabajar y la fábrica estaba custodiada por soldados. Ni la angustia en que quedaron sumidos en el momento cuando les anunciaron que el ingenio Esperanza cerraba sus puertas. El día anterior se había firmado la resolución oficial. Armando Benito Suárez, Domingo Torres y Juan Carlos Bestani, ex obreros del Esperanza, recuerdan aquel hecho a medio siglo de ocurrido.

“El que estaba de jefe nos decía que busquemos trabajo en otro lado”, rememora Suárez, de 75 años. Termina la frase y se viene abajo. Sollozando dice: “el ingenio era vida, y cuando lo cerraron, este pueblo se murió”. Se calma, y continúa: “yo sabía mucho de caña, porque trabajé desde chico en el cerco con mi madre y mi padre pelando. Y había que pelar bien, dejarla limpita a la caña si no, el ingenio no la recibía. No era como ahora que la reciben hasta con yuyos…”

“Todo el pueblo dependía del ingenio. Yo preferí quedarme, pero de acá se fueron familias enteras. Y no volvió a ser nunca como antes”, rememora con voz quebrada Torres, de 87 años.

“Yo trabaja en la usina. Había entrado ‘de menor’ a los 15 años y a los 17 ya me pasaron a la parte de electricidad -comenta Bestani, de 85 años-. Cómo la siento a la máquina (el generador), era tan linda... Se la llevaron de aquí después del cierre del ingenio. Con la usina le dábamos luz no solamente al ingenio, sino también al pueblo. Y la luz llegaba a la casa de todos los obreros del ingenio. Claro, el que no trabajaba allí no tenía luz”, bromea, como si quisiera romper la nostalgia que lo embarga. Y sigue con recuerdos: “todo era a vapor en el ingenio”.



De hecho, el Esperanza era uno de los ingenios más modernos de la provincia; había sido el primero que incorporó la maquinaria a vapor y también tenía, por 1940, una destilería de alcohol. “También trabajaba un grupo de mujeres -añade Bestani- que se encargaban de coser las bolsas de azúcar para cerrarlas. Eran bolsas hechas de lona y de 70 kilos. Y la costura no era trabajo para nosotros, los hombres”.

Alrededor del ingenio Esperanza, como ocurría en todos lados, surgió un pueblo, hoy comuna de Delfín Gallo. Ronda los 9.000 habitantes según el censo de 2010. La mayoría de la población activa trabaja en el Estado (en la comuna o en la Provincia). “La nueva generación se emplea más en el comercio, en la capital, o en empresas de servicio”, apunta Enrique Lobo, de 62 años, que trabaja en Alderetes.

Delfín Gallo está a 10 kilómetros de la capital pero la distancia se extiende a 15 km debido a que en su ejido se encuentra el aeropuerto Benjamín Matienzo, lo que obliga a hacer un rodeo para llegar.

Las huellas del ingenio siguen vivas. Lo que era la fábrica en sí hoy es depósito de azúcar (pertenece al empresario Jorge Rocchia Ferro) y sigue erguida una de las dos chimeneas. Lo que fue el casco, vivienda de los Posse primero y administración después, está en pie aunque muy deteriorado. De las rejas de hierro forjado de las ventanas no queda nada. Al portón de ingreso le sacaron uno de los postigos de hierro labrado y al de entrada, las espigas de la punta y el escudo.

Estos últimos días el sitio fue acondicionado para exhibir la muestra “Memorias de un ingenio”, con pinturas, esculturas y una instalación de Rodolfo Soria. Un primo del artista Mario Soria señala que la inseguridad es cada vez mayor en el pueblo. Lobo coincide: “es un desastre; cada vez hay más inseguridad, droga y violencia”.

Horacio Jerez, de 40 años, resalta: “para ir a bailar, los jóvenes se tienen que ir a Alderetes o a Banda del Río Salí. Aquí ya ni siquiera funciona el club. No hay dónde hacer deportes (salvo la cancha de fútbol). Ni siquiera se puede salir a caminar a la plaza porque hay grupos de chicos fumando (porros, no cigarrillos) y la gente les tiene miedo”, describe.

Lobo coincide en la necesidad de revitalizar lo que fue el Club San Lorenzo. “Hay mucha gente que estaría dispuesta a trabajar en eso, pero hay que desalojarlo, porque ha entrado gente que lo está ocupando”, advierte.

Aunque la calles principales del pueblo han sido pavimentadas, el polvo reina. Los árboles (altos eucaliptos y tarcos) y los jardines de las viviendas no alcanzan para frenar la polvareda cotidiana. Delfín Gallo es un pueblo seco, sin cursos de agua que alivien la aridez del suelo, y en el que la chimenea del ex ingenio Esperanza es más una herida abierta que una promesa de progreso.

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