“... La mano cruel del destino
que siempre al pobre castiga,
sembrando rencor y pena,
destrozando ilusiones,
con sus garras y de un zarpazo
cerró pa’ siempre la puerta
del ingenio mercedino...”
Martín Pedraza recita de memoria los seis fragmentos que conforman el poema. Lo hace con sentimiento: cierra los ojos, eleva las manos, sube y baja el tono de su voz. “Lo escribió Andrés Chazarreta, uno de los obreros del ingenio que emigró a Buenos Aires y terminó trabajando en una fábrica de zapatos”, cuenta.
A los 68 años, Pedraza conserva la frustración de no haber formado parte del Mercedes. “Ese año (1966) terminaba el secundario con la esperanza de entrar a trabajar en el ingenio y lamentablemente no fue así”, dice, apenado. Seguir los pasos de su padre era su máxima aspiración. “En esa época la vida en los ingenios era similar, sobre todo en los lugares alejados del centro, donde a la gente muy poco le interesaba ir a la escuela porque llegábamos a cierta edad y seguro teníamos un trabajo en la zafra”, explica.
Para Pedraza, sin embargo, no todo fue oscuro y reconoce que el cierre del Mercedes los obligó a prepararse para la vida. “Nos fue llevando a los jóvenes a sacrificarnos para ser algo, sabíamos que la vuelta del ingenio ya era imposible”, recuerda. Después, le tocó una dura tarea que no pudo rechazar. “Fui uno de los verdugos que entró a trabajar después del cierre, cuando se vendió toda la chatarra y los muebles: ahí tuve la desgracia de entrar a desarmar la vida de un pueblo”, dice, casi con vergüenza.
Le pesaba el corazón cuando veía venirse abajo el motor del pueblo, donde su madre había trabajado como cocinera y su padre había llegado a ser asistente de fábrica, además de haber tocado el saxo en la banda de música del ingenio. “El primer sindicato que se formó acá estaba integrado por mi papá, el padre de ‘Palito’ Ortega, un señor de apellido Villacorta y otro de apellido Correa. Se tenían que reunir en medio de los cañaverales, porque si el ingenio los descubría al otro día no estábamos más acá. Te mandaban un carro, te cargaban todo y te tiraban tus cosas por el puente del río Lules”, relata. Y remarca que, gracias a las gestiones de ese sindicato, la gente del pueblo pudo dejar de asistir a baños públicos para tener uno en la intimidad de su casa, conoció el agua potable y tuvo energía eléctrica.
“Una tapera”
Todas las mañanas, cuando Gabino Moreno abre la puerta de su casa se encuentra con la postal devaluada del Mercedes. “La estructura que tenía el ingenio era muy grande, venía gente de todos lados y había mucho movimiento. Ahora es una tapera, un ranchito abandonado”, dice Moreno, de 68 años. En el predio sólo quedan dos galpones avejentados y un par de chimeneas desgastadas (antes había una tercera, mucho más alta, que fue derrumbada tras un temblor).
Gabino tuvo mejor suerte que Martín y llegó a trabajar en la última zafra del Mercedes. Pero para entonces la realidad ya era otra. Por un lado, la compra de un nuevo trapiche les decía que la industria estaba en su mejor momento. Por el otro, los pagos habían comenzado a retrasarse y había rumores de cesantías. “Cada vez era peor y el resultado fue que, cuando terminó la cosecha, toda la gente fue al ingenio y lo tomó durante varios días, con sus directivos adentro. Como se comentaba que querían hacer una depuración de empleados, el sindicato fue a reclamar ‘todos o nada’ y la respuesta fue ‘nada’. Quedamos todos afuera”, resume.
Lo que siguió después fue lo mismo que en la mayoría de los ingenios cerrados: la pobreza, familias desmembradas por la necesidad de buscar otros rumbos y un pueblo fantasma, condenado al olvido. “En un momento ‘Palito’ Ortega quiso comprar el ingenio para reactivarlo, pero no le alcanzó el dinero. Entonces lo adquirió ‘La Fronterita’ y ahora funciona como depósito”, dice Gabino, mientras gira su cabeza para mirar el ingenio. Le duele el abandono, le duele esa chimenea inmensa que ya no está, le duelen los alambres que rodean al predio para evitar que la gente ingrese, le duele esa banda de música que ya no puede escuchar...