Silvia Uñates nació en 1966 y su mamá le dijo: "hija, viniste en el peor momento"

Cuatro generaciones describen la realidad del emblemático pueblo.

ESQUELETO. Entre los vestigios del ingenio sobreviven dos paredes de los talleres.  LA GACETA / FOTOS DE OSVALDO RIPOLL ESQUELETO. Entre los vestigios del ingenio sobreviven dos paredes de los talleres. LA GACETA / FOTOS DE OSVALDO RIPOLL
28 Agosto 2016

Carlos Antonio Pérez conoció la pobreza de golpe hace 50 años, cuando cerró el ingenio Santa Ana, la empresa a la que su padre había destinado su vida. Él esperaba hacer lo mismo. Con 84 años, un parkinson que controla y problemas de visión a los que resta importancia -“a veces después de leer un papel me acuerdo de que me olvidé de usar los anteojos”-, Pérez recuerda con nitidez cómo se produjo la decadencia de aquella localidad que alguna vez fue el punto neurálgico del sur tucumano.

Pérez trabajaba la madrugada del 23 de agosto de 1966 en los talleres metalúrgicos cuando sintió que sus compañeros cerraban las rejas a los gritos. “Llegó una flota de camiones llena de militares. Se bajaron a pelear, pero nosotros no hacíamos nada”, comentó. Todos salieron a trabar las puertas de hierro. El asedio llevó varios días. Niños y mujeres llevaban comida a los trabajadores por los túneles internos que unían todo el pueblo. Fueron construidos cuando Clodomiro Hileret levantó el ingenio en 1889. “Dormíamos con los compañeros en los techos de los vagones del tren del ingenio. Me acuerdo del mate cocido y las tortillas al rescoldo de esos días. Del olor de los azahares cuando las mañanas todavía son frías. Armamos fusiles de madera y los pintábamos para que parecieran reales, para asustarlos. Después se terminó todo”.

“Atrás quedaron las protestas. Como en 1963, cuando íbamos con toda la familia a reclamar a Fotia. Llegábamos tan temprano que dormíamos en los bancos de la plaza Yrigoyen”, continúa. Constantemente suelta entre frases un lamento: “así fue con Santa Ana”.



Había entrado a trabajar al ingenio en 1947. Sus padres se mudaron desde San Pedro de Guasayán, una localidad santiagueña casi en el límite con Catamarca. Extraña escuchar el pitido que marcaba los cambios de turno. “Toda la vida me levanté mirando hacia el oeste, donde estaban las chimeneas. Es lo primero que mirábamos, era la referencia, más que el sol o la luna”, completa desde su casa de toda la vida, en la Colonia 2.

Pérez recuerda que el pueblo se volvió silencio. Luego del cierre iba hasta Alberdi en bicicleta (casi 20 kilómetros) a trabajar en los campos. Sus dos hijos, Antonio y Enrique, se fueron a vivir a Buenos Aires hace 35 años. “Laburaba por monedas. A veces ganaba un peso. Lo atesoraba para tener para darle de comer a la familia”, cierra su relato.

Mario Carrizo tipea rapidísimo las jugadas de la quiniela en el puesto que queda sobre el antiguo parque cuyo diseño Hileret encargó a Carlos Thays, el mismo que diagramó el parque 9 de Julio de la capital. El padre y el abuelo de Carrizo trabajaron en el ingenio. “Cuando tenía 6 años, en mi barra éramos 15 amigos. Cuando tenía 16 ya quedábamos sólo dos”, recuerda con los anteojos para ver de cerca sobre la punta de la nariz. Un cliente juega el 50 mientras Carrizo hace memoria. “Después vino el otro golpe (1976) y los militares entraban a las casas como si nada. A mi papá le hicieron quemar todas las cosas que tenía de Evita. Hay varios desaparecidos de este pueblo. Entre los dos golpes el pueblo sufrió 20 años de silencio”, recuerda.

Del ingenio queda un galpón con las puertas tapiadas y dos paredes de lo que supo ser la carpintería y el aserradero. Algunos túneles fueron tapados. Las chimeneas fueron dinamitadas en 1977. Muchos vecinos comenzaron a construir sus casas sobre el cemento del piso de los gigantescos talleres y galpones.

Manuel Alejandro Olivera, de 21, arregla el motor de una camioneta Peugeot 404 en el patio de su casa. Entre las casas de los vecinos quedó una vieja grúa de hierro de 15 metros de altura. Dice conocer bien la historia del pueblo y todos sus mitos. El Familiar, esa criatura monstruosa que se alimentaba del alma de trabajadores, y los relatos de Hileret, como cuando mandó a aplacar la polvareda arrojando champagne Dom Perignon.

Unas casas atrás, Diego Vargas carga los ladrillos con barro para hacer un horno. Él nació en el pueblo, pero se fue con sus padres a La Plata cuanto tenía 4 años. Volvió porque la violencia de los barrios bonaerenses lo aterra. Sus abuelos, al igual que los de su esposa, trabajaron en el ingenio. “Acá lo que hace falta es trabajo”, afirma Vargas, de 40 años.

Entre las calles castigadas de polvo sobrevive el viejo chalet completamente descuidado donde vivía el administrador del ingenio -la casona señorial de Hileret se incendió hace más de 80 años-. Allí funciona ahora una de las tres sedes de la Comuna. Los empleados municipales que descansan la siesta afuera anhelan que sea restaurada y convertida en museo.

“Ay hija, has venido en el peor momento”, recuerda Silvia Uñates que le decía su mamá. Ella nació en febrero de 1966. Eran nueve hermanos. “Había que trabajar de lo que se podía”, continúa Silvia, cocinera de un bar, pequeñita, de sonrisa amplia y ojos pardos. “Después entendí el hambre que habían pasado mis padres cuando en 2000 no me alcanzaba para comprarle leche a mi hija”. Ella siente miedo: “si cierra la fábrica Alpargatas vamos a a sufrir lo mismo. Qué cruel sería el destino”, dice mientras en Santa Ana comienza a garuar ceniza.

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