Muchas cosas pueden suceder durante 25 años. El cambio de fisonomía de una gran capital, por ejemplo, gracias al desembarco de un capitalismo feroz como al que Rusia se abrió tras la implosión de la Unión Soviética. 25 años es tiempo suficiente para que los shoppings se multipliquen por la periferia de Moscú y San Petersburgo, o para que las marcas más afamadas y exclusivas abran sus locales en el corazón de las antiguas ciudades imperiales. 25 años bastan para que a las nuevas generaciones, criadas en la sociedad de consumo, les resulte natural ese universo en el que la compraventa y la imagen lo son todo.

Pero hay cosas que un cuarto de siglo no consigue borrar. En la otra Rusia, fuera de los anillos centrales moscovitas o del glamour de la avenida Nevski, en San Petersburgo, las huellas del siglo XX están marcadas con toda la potencia. La ruta de Moscú a Kazan es un muestrario de lo que el modelo soviético dejó y se mantiene en pie. Las casitas idénticas que se repiten kilómetro tras kilómetro, los surtidores con polvorientas ventanitas para el despacho, las gigantescas estructuras de hormigón de lo que fueron fábricas, hoy abandonadas y con los vidrios rotos. También los techos a dos aguas de metal, imprescindibles para combatir los meses de nieve, los moteles en los que se notan los yuyos creciendo en las junturas del pavimento y los antiguos Lada circulando a mínima velocidad, pegaditos a la banquina.

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El contraste es poderoso. Las autopistas se cruzan en todas las direcciones, muchas heredadas del antiguo régimen y totalmente refaccionadas, otras construidas en los últimos tiempos. La circulación de camiones es infernal, de día y de noche, lo que habla del dinamismo de una economía que tiene sus altibajos, pero que en la región más industrializada se hace notar. A la par, en el mismo cuadro, se acomoda la Rusia rural y tradicional. La de mujeres con pañuelos en la cabeza, la de hombres con alpinos desgastados que cruzan los caminos vecinales a paso cansino. Hay animales sueltos y corralones en los que se acumula la chatarra. Hay bolsones de pobreza imposibles de ocultar.

A medida que el viajero de adentra en un territorio interminable muchas cosas cambian. Más hacia el sur aparece la con fuerza la mixtura racial, aportada por las antiguas repúblicas de la URSS de extracción asiática. A los nacidos y criados en esas provincias se suman los inmigrantes que no dejan de llegar desde Turkmenistán, Kirguistán, Tayikistán y las regiones aledañas. Esos países que formaron parte del gigante soviético hoy han recuperado la independencia, pero su realidad económica está demasiado lejos del gigante vecino. De allí el flujo poblacional permanente, mano de obra bienvenida para un país que está apostando al desarrollo de la academia y de la tecnología.

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Esto influye también en la religión, traducida en un sincretismo que tiene al Kremlin de Kazan como el máximo exponente. Detrás de esas murallas conviven una iglesia católica ortodoxa y una mezquita. Es común ver en muchos lugares de Kazan -calles con el tránsito más calmado, plazas, parques, la vera del río- a los musulmanes arrodillados sobre sus alfombras, rezando orientados a La Meca. La tolerancia religiosa es uno de los activos de la nueva Rusia. La intolerancia se manifiesta en otras direcciones, por ejemplo en lo referido a la elección de la sexualidad. No es una exageración eso de que los gays no se manifiestan en público; si bien hay boliches y espacios que comparten, no lo demuestran en la vía pública.

El viaje al interior de Rusia es una experiencia fascinante. Cuentan que atravesar la cadena montañosa de los Urales para aventurarse mucho más allá, en Siberia, o en las zonas fronterizas con Mongolia y con China, vale la pena por la increíble riqueza cultural y paisajística que aguardan. Por supuesto, no es algo que deba hacerse en invierno. Es que Rusia, en su gigantismo y en sus contradicciones, propone una lección y un descubrimiento a cada paso.

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