13 Enero 2019

Por Inés Páez de la Torre.-

“Crash”, la película estadounidense de 2005 dirigida por Paul Haggis, empieza con una dramática declaración por parte del detective Graham Waters –interpretado por Don Cheadle- quien, en el interior de un auto, conversa con Ria, su compañera de ronda (acaban de chocar con una conductora asiática que, afuera, grita enfurecida): “En cualquier ciudad real, caminás, pasás por delante de la gente y la gente se topa con vos. En Los Angeles, nadie te toca. Estamos siempre detrás de este metal y vidrio. Creo que extrañamos tanto ese contacto que chocamos entre nosotros solo para poder sentir algo”.

Las melancólicas palabras del detective remiten a una necesidad humana muy básica: la de contacto físico. Al respecto, existe muchísima evidencia científica, empezando por los famosos trabajos del psicoanalista austro-estadounidense René Spitz llevados a cabo en los años cuarenta en bebés criados en un orfanato. Estos bebés habían sido alejados drásticamente de sus madres, luego de haber tenido una relación normal con ellas. Aunque recibieran alimento, el hecho de no ser tocados, acariciados, besados… hacía que se deprimieran, porque no se sentían queridos (Spitz habló de “depresión anaclítica”). No querían comer, sus rostros se volvían inexpresivos, no lloraban. A su manera, demostraban que preferían no vivir en esas condiciones. Si la privación se extendía, el cuadro evolucionaba hasta lo que él denominó “hospitalismo”, un síndrome con consecuencias irreversibles que podía conducirlos a la muerte.

Beneficios

Muchos otros estudios revelan los beneficios del contacto físico. Los abrazos prolongados, por ejemplo, disparan la liberación de oxitocina, la “hormona del apego”, que genera además una sensación de bienestar y mejora la función inmunitaria.

Pero más allá de estos fundamentos químicos, todos hemos experimentado las bondades de la cercanía física amorosa con alguien que queremos: una mano en el hombro, una caricia en el pelo, un apretón de manos, un masaje reconfortante en la espalda. De alguna manera, este “pasaje al cuerpo”, aunque sea por unos segundos, nos saca de la mente, la aquieta, devolviéndonos al aquí y ahora. Casi como una meditación, que produce un efecto relajante y que, además, facilita una conexión más profunda y verdadera con el otro, menos superficial. De hecho, frente a ciertas situaciones dolorosas, las palabras sobran y sólo cabe expresarnos a través de un buen abrazo.

“Prohibido tocar”

La costumbre de no tocarnos –presente en nuestra cultura, aunque mucho más acentuada en otras, y ahora potenciada en general por el protagonismo de las comunicaciones virtuales- tiene un origen bastante temprano, durante el aprendizaje infantil: “no toques eso”, “no me toques con las manos sucias”, “no molestes a la señora”. Crecemos aprendiendo a no tocar, en buena medida como una maniobra preventiva, que busca educar en el hábito de mantener cierta distancia respecto de los demás, para que no nos expongamos a personas malintencionadas y para que, simétricamente, en un futuro, no hagamos cosas que puedan ser malinterpretadas por otros.

El problema es que nos acostumbramos demasiado a esa falta de contacto y vamos insensibilizando poco a poco el cuerpo: al tiempo que dejamos de tocar a los demás, anestesiamos nuestra propia piel y todo lo que podemos percibir a través de ella. De ahí que muchas tareas en la terapia sexual incluyan el tomar baños de inmersión y la práctica de automasajes con aceites o cremas para reactivar el sentido del tacto como forma de comunicación, con el otro y con nosotros mismos. Y es que la piel es el órgano más grande de nuestro cuerpo, la envoltura que nos contiene, nuestra frontera con el mundo y una fuente única de experiencias.

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios