Por Samuel Schkolnik
PARA LA GACETA - TUCUMÁN
Estimado Schkolnik:
¿Recuerda usted los tiempos en que las personas eran de izquierda o de derecha? La izquierda iba al teatro, la izquierda compraba libros, la izquierda iba al café para hablar del teatro y de los libros. La derecha, en cambio, hacía negocios, y cuando no hacía negocios, iba al templo o al estadio.
Ni la izquierda ni la derecha consistían en cuerpos de doctrina; éstos, cuanto más, eran una expresión imperfecta de su verdadero ser. Había muchas doctrinas de izquierda, y las de derecha, con no ser tantas, eran sin embargo varias. Pero la izquierda en el fondo era una, y la derecha, más allá de los nombres, era siempre la misma.
Así la una como la otra, eran antes que nada, modos de asumir la condición humana; por eso sobrevivían al periódico naufragio de sus ideologías.
En sentido de lo real era la esencia de la derecha; el de lo posible, la de la izquierda.
La derecha soñaba cuando iba al templo o al estadio, pero aun en el estadio o en el templo soñaba con algo real: sus sueños expresaban la lógica del mundo. La izquierda, por su parte, quería ser realista, procuraba atenerse a los hechos; buscaba, para eso, la ciencia de los libros. Pero aun cuando era “científica” la izquierda sólo soñaba: sus libros no tenían otra materialidad que la de los espejos, que le devolvían –glorificada- su propia imagen.
De ningún modo eran izquierda y derecha ofertas contrarias pero simétricas que concurrían con los mismos títulos al mercado del poder. A pesar de lo que sugiere su denominación, no se encontraban en el mismo plano. La derecha era la vida misma (con todo lo que tiene de arbitrario, de violentamente compulsivo) tal como aparece cuando es proyectada sobre la conciencia; la izquierda era la conciencia misma (con todo lo que tiene de bellamente libre) tal como aparece cuando es proyectada sobre la vida: cuando decide que de lo que se trata no es de interpretar el mundo sino de transformarlo.
Por eso era la derecha más numerosa que la izquierda: porque es anterior a cualquier opción política, porque todo nacimiento –toda aparición en el ser- ocurre en la derecha, porque lo que habitualmente se llama “derecha” no es sino la manifestación discursiva del hecho de existir.
Se era de izquierda, en cambio, por una operación contra natura, por una impugnación del orden de cosas en que tiene lugar todo nacimiento; y era por esa operación negativa como las condiciones en que se vivía revelaban sus límites. El patio en que se cuelga la ropa lavada en familia, la calle por la que cada cual corre –el ceño fruncido- en busca de su pan, la nación cuyas sanguinarias efemérides actualizan en cada quien el orden de la espada, mostraban toda la fealdad de una existencia contrahecha por la gravitación de la necesidad, comprimida en las rígidas fronteras de una particularidad que, ante la mirada del espíritu libre, aparecía como el muñón que resultara de una mutilación: una repugnante deformidad.
Por eso era la izquierda menos numerosa que la derecha: porque las condiciones mismas de su existencia la volvían improbable, porque lo real puede sostenerse sin la crítica pero la crítica no puede sostenerse sin lo real. El mal rife en el mundo, y lo hace mediante un efecto de impregnación que expulsa, como a cuerpos extraños, a la verdad, al bien y a la belleza. La voluntad que anhelaba esos cuerpos extraños resultaba ella misma extrañada y, por lo mismo, minoritaria.
El pueblo, la mera gente, militaba espontáneamente en la derecha. En la fábrica, en la oficina, en el estadio o en el templo, se agrupaba multitudinariamente bajo sus emblemas naturales: Dios, Patria, Hogar. Por eso marchaba con alegría a la guerra, mientras la izquierda miraba pasar, atónita y perpleja, su bullicioso desfile. Porque las mismas razones en virtud de las cuales existía, impedían a la izquierda concluir lo que la sencilla observación impone: que si el género humano apuesta invariablemente al mal, ello no redime al mal sino condena al género humano. La izquierda era incapaz de pronunciar esa condena: pronunciarla es lo que hacía, precisamente, el realismo cínico característico de la derecha. (La izquierda, unida o dividida, siempre será vencida: lo universal nunca será público, lo humano huele mal.)
Como usted, Schkolnik, sin duda recordará, muchos se preguntaban: “¿Qué hacer?” Pero formular esa pregunta leninista era ya equivocarse, era ya ponerse en el lugar de quien considera las cosas, era ya revelar un candor celeste, una voluntad filantrópica lindera de la tontería.
Porque si a pesar de todo correspondía hacer algo, lo que cabía, era, como decía Fernando Savater, “poner la voluntad en otra cosa”: había que apostar el alma en el tablero cuyos trebejos son cosas tales como el Teorema de Gödel o la Novena Sinfonía de Beethoven, es decir, transmutaciones de la materia en alegría, y no en aquel cuyas tristes figuras son cosas tales como el escalafón de los bancarios o el salario de los metalúrgicos. Lo que había que hacer para proclamar de una buena vez que el trabajo envilece, y que ser –digamos- ingeniero, o dependiente de almacén, es una desgracia; que la necesidad tuerce el espíritu, y que su efecto deformante sólo puede ser contrarrestado por un enérgico ascenso hacia la luz.
“Pero, ¿qué disparate es éste?”, preguntaban nuestros interlocutores de izquierda cuando yo opinaba así, según usted ciertamente recordará. “¿Acaso el reino de la necesidad ha sido elegido por nosotros?”, me inquierían. “¿No es por lo contrario la primera y más terrible imposición de una existencia material? ¿Es que los hombres somos ángeles? ¿Es que bastará con una exhortación espiritual para librarnos del duro yugo de las relaciones de producción imperante? ¿Qué puede significar su proclama, González, sino una irresponsable invocación a la fuga, cuando de lo que se trata es de trasformar la realidad? Pero aun: ¿qué puede significar sino el gesto frívolo de exhibir riquezas ante los esclavos, y, sobre todo, la decisión de perpetuar la esclavitud?”.
Así hablaban ellos, pero yo –entonces como ahora- sigo pensando que si algo nos librará alguna vez de una existencia contrahecha, es la evidencia de que no somos de este mundo, de que el entero universo nos pertenece porque es la única realidad condigna del ser que somos. Cada cual es el portador de un sistema consciente capaz de reproducir todo lo que hay y de imaginar todo lo que puede haber; una red nerviosa cuyos nudos son más numerosos que las estrellas, y cuya complejidad es mayor que la de toda materia conocida. Cada cual, en fin, lleva consigo lo infinito: toda la conciencia que puede haber en el mundo la hay completa en cada uno de nosotros. ¿Cómo podemos ser beatos o comunistas? ¿Cómo podemos interesarnos en las melancolías del hormiguero humano, en sus fábricas, en sus templos, en sus mercados?
Cualquiera sabe, por cierto, que el hambre y el dolor imponen un desdichado lastre a la mayoría, sobre todo cuando -como en efecto sucede- resultan de un orden injusto signado por la explotación. Pero más grave es el lastre que resulta de luchar contra ese orden, porque entonces, a más de atender a esas desdichas, habrá que atender a las de la guerra. Como dice Porchia, “la condena de un error es otro error”.
Más vale “huir hacia adelante”, lo que en realidad no es huir sino avanzar hacia lo que de veras somos. Hay que asumir sin culpa que no el trabajo sino el conocimiento es nuestro destino, y que sólo el conocimiento es capaz de desgravar nuestra condición.
Pero no sólo porque el transistor y los antibióticos han mejorado la vida en una medida incomparablemente mayor que la Revolución Rusa, sino ante todo porque es en el resplandor de la verdad, y no en las tristezas de la lucha de clases, donde puede hallar satisfacción el anhelo más profundo del alma, es decir, la voluntad de saber, aquella voluntad que en un alba lejana irguió nuestro esqueleto, y que en un día luminoso declaró que más vale una sola demostración que el entero reino de los persas.
Por eso, mientras la izquierda iba al teatro y al café, mientras la derecha iba al templo y al estadio, yo prefería demorarme, unción temblorosa, en las calladas maravillas del álgebra.
Usted tendrá presente, Schkolnik, cuántos sarcasmos suscitó ese fervor mío entre nuestros interlocutores de izquierda. Pues bien, mírelos hoy encender cirios con la mayor devoción. ¿Se habrán tornado gentes realistas?
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