Por Walter Gallardo, columnista invitado desde Madrid.-
La sinceridad de los números se convierte en sarcasmo cuando nos habla de los acontecimientos más destacados de estos días, es decir, de los que no paran de ganar y de los que nunca dejan de perder. “Se disparan las bolsas; también la miseria” (“Stocks are soaring. So is misery”), titulaba su columna en The New York Times el premio Nobel de Economía Paul Krugman. Parece una contradicción, pero -disculpen- sólo se trata de la realidad. El mercado bursátil alcanza un nuevo récord y Apple se convierte en la primera compañía en ser valuada en más de 2 billones. Todo un prodigio si no fuera porque al mismo tiempo la economía mundial cae en promedio un 10 por ciento y nos enfrentamos a una recesión que el mismo Krugman anticipa como más descarnada que aquella que siguió a la crisis del 2008. El primer efecto visible de esta última son los millones de desempleados que revelan las estadísticas, en particular en aquellos sectores con los salarios más bajos, y el incremento de los niveles de pobreza. Detrás de esas estadísticas hay penurias fácilmente imaginables.
¿Evolución darwiniana de mercado? ¿Por qué cuanto mejores son las buenas noticias para unos, más crueles resultan para otros, como si se tratara de un péndulo movido por fuerzas opuestas y que para desconcierto de la mayoría algunos consideran “algo natural”? En cualquier caso, la algarabía bursátil, la desigualdad y la pandemia tienen una relación algo difícil de aceptar, aunque no de entender.
Según Forbes, entre el 23 de marzo y el 23 de mayo de este año, 25 magnates ganaron 255 mil millones de dólares. En apenas dos meses, el dinero llovió de este modo: Jeff Bezos sumó otros 29.900 millones; Bill Gates, 11.900; Bernard Arnault, 12.800; Mark Zuckerberg, 31.400; Larry Page, 14.200, y así sigue una breve lista hasta completar aquel total que suena a marciano para quienes van a comprar el pan personalmente. Entre los miembros más exitosos de este club, constituyen mayoría los líderes de las llamadas “grandes tecnológicas” (“Big Tech” o “Big Giants”, en inglés).
La cantidad no parecería tan escandalosa si coincidiera con un momento glorioso de bienestar y prosperidad. Pero no es así. La fecha del 23 de marzo es cercana -doce días de diferencia- a la elegida por la Organización Mundial de la Salud para darle categoría de pandemia a la expansión incontrolable del coronavirus en todos los continentes; es decir, al día en que el planeta Tierra fue declarado un globo infestado y al día en que el rumbo de las vidas y las rutinas más elementales de todos nosotros tomaron caminos inquietantes y aún hoy inciertos.
La peste, muy a nuestro pesar, sólo encendió la luz y mostró lo que hacía mucho estaba ahí. “Todo el mundo ve la realidad. Aunque no esté chiflado”, sostiene un personaje del escritor español Javier Cercas (autor de la celebrada novela “Soldados de Salamina”). “Ahí es donde te equivocas”, replica su interlocutor. “Todo el mundo mira la realidad, pero poca gente la ve”. De modo que esta súbita luz dejó al descubierto las vergüenzas, no digamos ya de los países que siempre caminan por la cuerda floja sino de aquellos que algunos mencionan como ejemplos de desarrollo, de equilibrio social o de higiene política. Así, las desigualdades salieron a flote: Suecia, una nación sin confinamiento, ha mostrado en una encuesta serológica que 30% de los casos positivos por Covid-19 se dieron en barrios pobres con alta concentración de inmigrantes, mientras el porcentaje bajaba a 4 en los más acomodados. En Estados Unidos, las muertes por el virus entre afroamericanos supera más de dos veces las de otros grupos raciales, y en Inglaterra y Gales afecta a la población negra, paquistaní y bengalí casi el doble que a la gente blanca. En los barrios del sur de Madrid, donde son más evidentes el desempleo y la pobreza, el virus está causando estragos.
¿Coincidencia? Michelle Bachelet, desde su departamento de Derechos Humanos en las Naciones Unidas, señala que se trata de una mezcla explosiva hecha de marginación, discriminación e imposibilidad de acceso a los servicios de salud, servicios que en algunos países están a una distancia sideral para las clases más bajas y en otros ni siquiera existen. El reconocido economista francés Thomas Piketty, al explicar su tema favorito, la distribución impúdica de los ingresos, nos dice: “el progreso de las sociedades no se ha traducido de un modo ‘natural’ en una mayor igualdad”. Y recuerda con preocupación que sólo un cimbronazo como la Segunda Guerra Mundial fue capaz de generar políticas sociales de envergadura. Los mejores sistemas sanitarios europeos, como el National Health Service, universales y gratuitos, o casi, son un ejemplo de aquellas sensatas decisiones de Estado. ¿Necesitamos un desastre masivo y millones de muertos para reconocer las distancias que nos separan? En esta situación, adquiere un carácter ridículo e insolente la teoría de otro economista, Simon Kuznets, tan mentado por políticos de todos los bandos, según la cual “el crecimiento es una marea que eleva todos los barcos”. Una frase sin duda triste para este naufragio.
El mismo destello de luz nos muestra las falencias populares al elegir sus líderes (por llamarlos de algún modo) ¿Alguien duda de las ventajas de que no estuvieran ahí Donald Trump o Jair Bolsonaro en momentos como el actual, haciendo de capitanes de sus propios Titanics? ¿Cuántas vidas se habrían salvado si nos hubieran ahorrado sus torpezas e ignorancia? Llama la atención de que a pesar de todas las evidencias con las que contamos sean modelos seguidos en muchas latitudes (Polonia, Hungría, Filipinas o Biolorrusia surgen como ejemplos escalofriantes en estos días) pero todavía más que la inteligencia de los elegidos no se compadezca con la de los ciudadanos a los que mal gobiernan o avergüenzan.
En este panorama, los habituales perdedores son -o siguen siendo- los que van desnudos por el mundo y no lo saben. Unos charlatanes han logrado convencerlos de que lucen finas vestimentas, como en “El traje invisible”, aquella historia contada por el Infante Don Juan Manuel en “El Conde Lucanor” y luego recreada con matices por el danés Hans Christian Andersen con el título “El traje nuevo del emperador”. En él, el rey hace un trato con unos farsantes que le prometen un traje de un género único, traje que sólo sería visible para los que fueran hijos de sus presuntos padres. Como no hay traje y todos temen perder la herencia de sus progenitores, incluido el rey, nadie reconoce la inexistencia del traje. El día en que debía lucirlo en una ceremonia, el rey, creyéndose vestido, sale desnudo. Pero nadie se atreve a señalárselo, hasta que un joven negro en una versión y un niño en la otra, entre la multitud, no temen gritar: “¡El rey va desnudo!”. Y la voz va corriendo hasta el bochorno. Los charlatanes, en tanto, aprovechan para desvalijar el castillo y escapar. Demos vuelta el cuento y donde dice “rey” pongamos “pueblo”.