Leila Guerriero: “me transformé en una persona que está todo el tiempo ‘mirando fuerte’”
"Teoría de la gravedad", el último libro de Leila Guerriero, publicado por Libros del Asteroide, es una cuidada selección de las columnas semanales que desde hace seis años escribe para el diario El País de Madrid.
Por María Eugenia Villalonga
PARA LA GACETA -VBUENOS AIRES
- ¿De dónde surgió la idea de escribir estas columnas autobiográficas? ¿Te lo sugirieron los editores o lo propusiste vos?
- Cuando los editores de El País me propusieron ser la columnista de la última página, para mí fue totalmente sorpresivo, nunca ese lugar había sido ocupado por una escritora latinoamericana. Yo quedé aterrada, no sabía si iba a tener algo para decir todas las semanas y les pregunté si lo podía pensar. “Pero qué es lo que vas a pensar -me dijeron- escribe de lo que se te ocurra. Nos interesa tu mirada, te queremos a ti.” Entonces pensé: voy a hacer un mural, voy a hablar de cuestiones latinoamericanas y de cómo Europa nos mira, por un lado, y por otro, voy a meterme en cosas más gruesas de la experiencia humana y ver qué pasa. Para mí fue la primera vez, pero no fui la primera que lo hizo, por supuesto. Empecé de a poco y fui apretando el acelerador.
- ¿Cómo fue la experiencia de escritura de estas “crónicas de sí”?
- Ser columnista semanal es tener la ansiedad atada a tu costado. Me transformé en una persona que está, que estoy -porque sigo escribiéndolas- todo el tiempo “mirando fuerte”, algo que ya formaba parte de mi ADN, pero esta vez sentí la necesidad de echar carbón al fuego, de estar mucho más atenta al afuera y al adentro, al libro que estuviera leyendo. Es una experiencia muy vertiginosa, es estar todo el tiempo pensando qué vas a escribir y es muy cansadora también porque yo las columnas nunca las escribo en automático. Mi intención fue que fueran como una llamarada, tenían que ser incendiarias.
- Fue un poco echar tu propia carne al fuego, tu vida, tus recuerdos.
- Sí, la materia prima está sacada de ahí pero al servicio de contar una cosa que me exceda porque de pronto, si cuento alguna escena de infancia con mi padre consolándome, por ejemplo, siento que es algo por lo que debe haber pasado mucha gente. O hay columnas que son como una advertencia, una forma de decir, cuidado, que quizás lo mejor de la vida ya pasó. Y en un punto creo que la primera columna es un poco lo que vos decís, declama una especie de conciencia absoluta de que estoy tirando mi carne al fuego. Pero fue una experiencia de escritura, no un terreno experimental en el que yo me haya encontrado exorcizando mis fantasmas, ni nada por el estilo.
- Yo las definiría, no sólo como un ejercicio de periodismo narrativo sino también de crítica literaria. Un tipo de abordaje de la literatura que pasa a través del cuerpo para producir un texto nuevo que no es ni crítica ni ficción. ¿Estás de acuerdo con esta definición?
- Quizás podrían pensarse como una resignificación de esos textos. Yo lo veo como algo más brutal, como una especie de contrabando de versos y autores que me parecía que estaba muy bien que fueran dichos así, como en altavoz. Como un tráfico de ideas o una propuesta de lectura. En ese sentido, sí, podría ser pensado como un ejercicio de crítica literaria.
- Uno de los principios del periodismo narrativo que vos enunciás es la capacidad de hacerse invisible. ¿Cómo hiciste para lograrlo y al mismo tiempo exhibirte?
- A pesar de que son columnas en las que parece que estoy muy expuesta, si vos las ves en su conjunto, no soy yo. Es una parte de mí. Incluso en esas columnas que parecen rabiosamente expuestas hay un punto victoriano, de pudor, de mostrar hasta acá, el resto es tu imaginación. Yo tengo muy claro el grado de exposición que quiero lograr. Siempre el texto en algún momento arroja la mirada afuera de la voz de la narradora, desvía el ojo del lector hacia otro lugar, que es lo que a mí me interesa. Esas columnas están pensadas desde una escena personal que si me interesa es porque me permite hablar de algo más grande que las trasciende, y por ahí la anécdota termina siendo lo menos relevante. Cuando eso pasa, tu exposición queda muy reducida. Es un efecto literario. Me gusta lo que dice Pedro Mairal en el prólogo, de alguna manera me educó, me mostró lo que yo había querido hacer y él lo puso en palabras.
- La serie de las instrucciones, si bien son todo lo opuesto a un manual de instrucciones, hablan de lo previsibles que somos los seres humanos, una cuestión que los algoritmos descubrieron no hace tanto. ¿Vos cómo las pensaste?
- Son artefactos de ficción, retazos de cosas que me pasaron, que vi o que leí. Son cosas que parecen muy sofisticadas pero que le pasan a la gente común, cosas ante las que todos somos iguales. La primera que escribí -sobre los chispazos entre una pareja- la escuché en una cena con amigos y pensé, qué interesante, contar el derrumbe de una pareja, por partes. Son una suerte de instrucción-destrucción. Es detectar esos momentos pequeñitos que empiezan a carcomer una pareja, la escena donde escuchás el crac, y poner el foco allí, cuando los protagonistas se dan cuenta de eso tan triste que es el momento en que comienza el final. Cada una de ellas me costó sangre y sudor, porque tienen una estructura muy reiterativa.
- En una de las columnas incluís entradas de un diario tuyo sobre los últimos días de vida de tu madre, escritas en una tercera persona ultradistante y el contraste con el modo en que abordás el mismo tema en estas columnas es muy fuerte. Hay todo un juego con la distancia. ¿Esto fue parte de lo que te propusiste?
- No específicamente, pero tengo claro que al abordar temas muy trágicos tiendo a ser ascética. No me gustan los textos donde se nota el esfuerzo por conmover. Parte del estilo se juega en la distancia que establecemos con eso que estamos contando. Ahí se juega la voz propia, en la regulación de los matices. Tenés que ser una persona con una gran sensibilidad, pero descargarla toda en el texto, si lo que querés es producir una conmoción. Y yo sé dónde tengo que ponerme para producir esto.
- ¿Qué le da la poesía a tu prosa?
- Yo leo mucha poesía y lo que, curiosamente, me da es algo del orden de la distancia. La economía de recursos, tratar de decir mucho con poco. La conciencia de la importancia de cada una de las palabras. Para mí las palabras no son intercambiables, yo puedo estar mucho tiempo buscando una palabra específica, con un sonido, una textura, una temperatura específica. La métrica también es muy importante, sobre todo en estos textos que son muy condensados, forma parte absoluta de la atmósfera del texto. Y finalmente, lo más importante que me da la poesía es que me da ganas de escribir, es un gran disparador. También la posibilidad de estar en estado de escritura. Yo intento escribir estando en un grado de conexión profunda con el mundo que crea ese texto.
Perfil
Leila Guerriero nació en Junín. Publica en diversos medios de América Latina y España, como La Nación y Rolling Stone, de la Argentina; El País, de España; Gatopardo, de México, y El Mercurio, de Chile. Recibió, entre otros, el Premio de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano y el Premio Internacional Manuel Vázquez Montalbán. Publicó los libros Frutos extraños, Una historia sencilla, Plano americano, Zona de obras, Opus Gelber y Teoría de la gravedad. Su obra ha sido traducida al inglés, el francés, el italiano, el portugués, el alemán y el polaco.
“¿Cuál es tu momento feliz?”, preguntaba mi padre. “No sé”, decía yo. “Hay que tener un momento feliz”, decía mi padre, “para cuando la infelicidad sea mucha”.
Ustedes no pueden saber cómo era aquello. Éramos varios. Íbamos a fiestas de tres días y amanecíamos a la luz de las fogatas, calentándonos los dedos con la brasa del último cigarro. Entrábamos como un viento oscuro a sitios que se llamaban Nave Jungla o Bajo Tierra, y nos abarrotábamos en sótanos en los que tocaban nuestras bandas favoritas, y cantábamos a gritos canciones que drenaban el hielo negro que guardaba nuestro corazón. Yo vivía en un departamento con una planta de jazmines y a veces, cuando me asomaba al balcón, pensaba: “Este es mi momento feliz: esta ciudad y este tremendo cielo”. Entonces, hace unos días, estuve en mi pueblo natal y, en la televisión, vi cantar a Ricardo Mollo. Mollo es argentino, tiene una de esas voces raras, un magma de emoción salvaje y crudo. Esa noche cantaba algo que me costó identificar. “Corazón de pluma, para qué pierdes el tiempo”, decía la canción. “De andar y andar buscando verdades para encontrar siempre otra pregunta”. Y yo me preguntaba: “¿Qué es eso, que conozco tanto?”. Mollo cantaba como un iluminado, como un hombre único y solo. Y entonces me vi. En esa misma casa, a los diez años, acomodando jazmines sobre la mesa, caminando descalza sobre el piso de madera, el calor, la luz, la hora de la siesta. Y Serrat, en el tocadiscos, cantando esa canción mientras mi madre lavaba la ropa. El olor del jabón y de las flores. La casa navegando como un barco hacia el verano. Y yo, en medio de todo, feliz de una manera perfecta y peligrosa. Con la única clase de felicidad que iba a salvarme. Con la clase de felicidad que iba a matarme cuando me faltara.
* Publicado originalmente en El País, en 2014.