A lo largo de la historia, por el fútbol han pasado infinidad de estrellas. Pero no son tantos los que conocen, de primera mano, la sensación única de sostener la Copa del Mundo. De saber cuánto pesa esa preciada pieza de oro y acompañar esa certeza con la incomparable satisfacción de haberla conquistado. Uno de esos privilegiados era Leopoldo Jacinto Luque, implacable goleador con el que contaba la Selección que le dio a Argentina su primer título del mundo en 1978. A falta de pocos días para que se cumplan tres meses de la muerte de Diego Maradona, el “Pulpo” se unió al cielo de los campeones del mundo, ese donde también están José Luis Brown, René Houseman, José Luis Cucciufo y Rubén Galván.
Luque se encontraba internado en una clínica en Mendoza desde el 4 de enero, tras contagiarse de coronavirus. Su cuadro se complicó por su condición de paciente de alto riesgo, con patologías cardíacas y diabetes. Si bien había presentado signos de recuperación, ayer por la mañana sufrió un paro cardíaco que le ocasionó un daño irreversible a nivel neurológico y falleció por la tarde, con 71 años.
El ex delantero de la Selección había nacido el 3 de mayo de 1949 en Santa Fe e inició su carrera futbolística en Unión, en 1965. No fue tenido en cuenta, por lo que deambuló por equipos como Sportivo Guadalupe, Gimnasia y Esgrima de Jujuy, Central Norte de Salta, Atenas de Santo Tomé y Rosario Central. En ese camino fue forjando una templanza que le permitió una vuelta triunfal a Unión. Su buen desempeño llamó la atención del River conducido por Ángel Labruna, con el que conquistó cinco títulos y convirtió 75 goles en 176 partidos. En uno de ellos, le marcó cinco a San Lorenzo. Esa voracidad de cara al arco lo erigió como goleador de la Copa América 1975, con cuatro anotaciones. Fruto de aquella época gloriosa fue su convocatoria al Mundial 78, donde se produjo una de las historias más recordadas y que mejor reflejan la entereza de Leopoldo: sin saber que su hermano Oscar había fallecido en un accidente automovilístico mientras viajaba desde Santa Fe para verlo en el Monumental, brilló ante Francia y anotó el 2-1 que le dio la clasificación a segunda ronda al equipo dirigido por César Luis Menotti. Sus padres le contaron la trágica noticia al día siguiente y se encargó de llevar el cuerpo de su hermano a Santa Fe. Tras unos días de duelo, volvió a unirse al plantel para el tramo final, camino a la consagración eterna, a la que aportó cuatro conquistas. Tras su retiro, se desempeñó como entrenador en varios equipos, entre ellos Unión y Central Córdoba de Santiago del Estero.
El fútbol argentino despidió ayer a uno de los grandes próceres de su historia. Un luchador incansable, cuya huella el tiempo no podrá borrar.