Los términos de la tecnología nos agobian. Palabras en inglés, abreviaciones, frases eternas sin sujeto y predicado suelen funcionar como explicaciones para fenómenos que en nuestras pantallas resultan tan naturales. Necesitamos entonces de sabios oráculos que nos expliquen qué pasa cuando un apagón digital nos deja sin Whatsapp, Facebook o Instagram, tres herramientas que vivimos como parte intrínseca de nuestro día a día.
El “servidor”, la “red”, la “conexión”, son además términos que nos remiten a relaciones con entidades casi espirituales que nunca llegamos a ver. Sabemos que existen, los expertos dan fe de su existencia y en consecuencia obramos a su merced. Pero a diferencia de cualquier religión, la existencia de dichas abstracciones está determinada por su capacidad pragmática. Si no funcionan, no existen y el orden de las cosas deja de ser tal para convertirse en caos.
Una madre se desespera porque no puede comunicarse con su hijo que debería haber llegado ya de la escuela. Un albañil no recibe la confirmación de que puede ir a ganarse la changa del día. Una empresaria no puede vender ese día si no cuenta con las redes sociales de su emprendimiento. Hemos confiado todo en las plataformas: nuestros negocios, nuestras relaciones, nuestra seguridad. Y cuando no responden, la desconexión provoca angustia. Algunos dirán que tuvieron una paz de al menos seis horas, una paz confirmada por noticias y canales alternativos que desempolvamos cuando vimos que el quiebre era significativo. Lejos de aliviarnos, nos sometemos a una mayor conexión, queremos confirmar, cueste lo que cueste, que realmente dependemos de chats, stories y likes.
En las horas del apagón hemos actuado como pudimos. Recuperamos los mensajes de texto, las llamadas o el correo electrónico. ¿Y el tiempo? ¿Alguien pudo recuperarlo? Algunos dirán que las redes nos someten a un panóptico que desde arriba controla nuestros movimientos, o un gran hermano que observa hasta el detalle de nuestros pensamientos. Sin embargo, la dependencia que hemos creado con las tecnologías nos somete a algo más parecido a un laberinto, una red de caminos que no tiene principio ni final; es, en cambio, rizomático y vivo. En sus pasillos deambulamos y por cada señal que le demos el laberinto cambiará el recorrido para los próximos pasos. Por eso, tampoco hay un adentro ni un afuera, confundimos lo que hemos vivido en la red con lo que cada tanto llamamos “experiencia”. Cuando el laberinto deja de recibir señales ceden sus paredes. Nos sentimos en otro tiempo, en la Edad Media de las comunicaciones.
La pandemia ya nos alertó que vivimos tiempos históricos. Otra vez el aleteo de una mariposa se convirtió en un vendaval de infinitas latitudes en el que somos protagonistas y testigos, sujetos con capacidad de decidir, pero también de olvidar. “Viralización” solía ser una palabra positiva en la jerga de las redes sociales que daba cuenta de un contenido que había superado su alcance original. El virus después se hizo materia aunque nunca lo vimos, se va de a poco, aunque quizás nunca lo veremos vencido. La palabra “viral” ya volvió a ser cotidiana como así también el término “muro”. El error digital hoy quedó en el olvido y poco importan las explicaciones, porque los tecnicismos parecieran estar hechos para no explicar nada. Volvemos a la tranquilidad de que todo sigue como estaba antes y olvidamos que por un segundo, fuimos un poco más libres.