Juan Bedoian, fundador de Ñ, (1947-2021): la mano prodigiosa de un gran editor
La revista Ñ, del diario Clarín, fue su gran obra. Desde allí desacartanó la cultura y la acercó a un público amplio, sin sacrificar estética, rigor ni profundidad. Construyó un lugar sin discriminaciones, sin prejuicios, plurarl.
Por Ricardo Kirschbaum
PARA LA GACETA - BUENOS AIRES
Nunca se las tomaste en serio, pero las cosas que él hacía, las hacía en serio. No es un juego de palabras. Es una descripción de abordaje que usaba Juan Bedoian para no creerse que era -como lo fue- un talentoso periodista y un editor excepcional, que nos dejó desolados en medio de la lluvia y la oscuridad, el último domingo de noviembre.
“Vayan yendo ustedes primero…”, les decía irónico, mientras señalaba al cielo, a cuatro amigos con los que había viajado a Nueva York para mantener vivo el fuego adolescente que los animaba desde el secundario. Esa exhortación sarcástica formaba parte uno de sus juegos favoritos, mentar a la muerte y exorcizarla, en el mismo acto.
Juan no tenía apuro para morirse entonces. Después le agarró la prisa. Pero eso fue mucho después.
Juan era hijo de armenios, Hagop y Satennig, escapados, apenas, del genocidio. Dos seres humanos simples y a la vez tan extraordinarios y agradecidos a esta tierra que los acogió. El olor a burgol que se cocinaba en los hornos, que Hagop había montado para tostar ese trigo y venderlo, inundaba la casa en la que vivían. Se respiraba ese aroma, pero más se respiraba generosidad y afecto sencillo, directo e inolvidable.
“Soy armenio, no turco”, advertía de entrada para que nadie confundiera sus raíces. Cuando lo decía había que tomarlo muy en serio.
Ya entonces, con algunos integrantes de esa banda de amigos, que querían desplegar sus alas, compañeros en un colegio de excelencia, como lo fue el Gymnasium en Tucumán, planeaban hacer una revista cultural de nombre pretencioso: Abraxas. Tenía relación con esa idea elitista de que la cultura pertenecía a los iniciados.
Juan estudió Letras, luego de un breve e incomprensible paso por Medicina, y se recibió en una Facultad de Filosofía convulsionada por el enfrentamiento a las dictaduras de Onganía, Levingston y Lanusse. Entre los profesores de esa facultad, había un tipo de unos 40 años que se las traía: Ernesto Laclau, quien entonces le disputaba a Jorge Abelardo Ramos las ideas de la izquierda nacional, antes de irse a estudiar a Essex con Eric Hoswbawm, el gran historiador británico.
Tucumán por esos años era un laboratorio de la tragedia nacional: la izquierda radical intentaba asentarse con la guerrilla en los montes del Aconquija; la represión probaba las fórmulas de la desaparición forzada y la tortura, know how que luego se extenderían como una mancha obscena por toda la Argentina.
El juego en esos tiempos de noches desveladas por los estudios y el Actemín consistía en apostar a qué hora iban a explotar las bombas que se ponían cada jornada a abogados que defendían presos políticos, dirigentes estudiantiles, dirigentes sociales. Esa macabra rutina se repetía, aquí, allá. Cada vez más cerca, hasta que a algunos muy cercanos les tocó.
La guerrilla también comenzaba a golpear.
Ese era el marco en el que Bedoian se hizo periodista en un diario que era vespertino pero que tenía máquinas de impresión tan malas que en vez de aparecer por la tarde, como correspondía, lo hacía a la mañana siguiente. Se llamaba El Pueblo. En su redacción, Orlando “el gordo” Chimirri oficiaba de subdirector, Marta Belluscio era la jefa del taller, y entre los periodistas estaban también Juan Falú y quien escribe esta crónica, entre otros.
Bedoian tuvo un paso fugaz como corresponsal del diario Noticias, que editaba Montoneros, y luego trabajó en el canal universitario de televisión.
Todo era desmesurado, entonces, como la utopía que animaba esa época cada vez más áspera y peligrosa.
Comenzó el exilio.
Juan recaló en Buenos Aires con Beatriz, su compañera de siempre. Quería ponerse a salvo de la cacería desatada en Tucumán, pero la tragedia lo alcanzó. Su hermana María fue secuestrada con su marido. Ambos están desaparecidos. Los secuestradores dejaron en la casa del portero a su sobrina, una bebé. Los Bedoian terminaron viviendo de prestado en casas de amigos, por las dudas.
Sobrevivieron a los tumbos, con la beca de su esposa y con colaboraciones periodísticas en El Cronista Comercial de Rafael Perrota, con Roberto Guareschi, “Tito” Cossa, Carlos Somigliana, el “Gordo” Soriano, Andrés Rivera, Luis Guagnini. Y luego en Clarín donde ingresó convocado por Joaquín Morales Solá, en la llamada “Mesa de los creativos”, un elenco estupendo con los que jugaba de igual a igual: Jorge Göttling, Daniel Giribaldi, Jorge Asís, Emilio Petcoff, y otros.
Aunque después recaló en la sección Internacional, Juan se sentía mejor en un género más alejado de las breaking news y terminó en Cultura y Nación, el suplemento cultural de Clarín. Allí comenzó a desplegar su creatividad y a convertirse en un gran editor.
Hizo reportajes memorables. A Julio Cortázar, Mercedes Sosa, Roberto Goyeneche, por mencionar algunos. Eran retratos tan pero tan bien escritos, con una pluma sutil, profunda, que encontraba el adjetivo justo, la pausa, la delicada forma de reflejar el alma del personaje, sin golpes bajos ni efectos especiales. Juan iba a hablar con sus entrevistados y a hacerlos hablar, para retratarlos con palabras.
Su diálogo con Goyeneche fue superlativo. Vamos a sus palabras introductorias. Escribió Bedoian: “Nada nuevo había allí, en esa casa de Saavedra, salvo el paso y el peso de los años, los 65 de un cantor que estaba de vuelta de todo con un dictamen que muchos acatarían sin dudar: ese hombre de camisa de lana a cuadros y bigote finito que habló en el barrio de Saavedra con una voz estragada por dosis considerables y permanentes de tabaco y alcohol, es el mejor cantante de tangos después de Gardel”.
Pronto pasó a editar otro gran suplemento que se llamó Segunda Sección, antecesor de Zona, y luego le pidieron que imaginara y desarrollara un suplemento de Viajes, que fue otra de sus obras maestras. Sus columnas en la contratapa fueron espléndidas. Las crónicas que escribió revolucionaron las formas tradicionales y rígidas de describir una ciudad, un pueblo, una historia mínima. Fueron pequeñas o grandes joyas periodísticas.
Juan vivía todo esto con intensidad y compromiso, siempre con un perfil bajo, en la media sombra. No gustaba de la figuración. Prefería las mesas de póker a los vernissages, los locros con buenos vinos con amigos a la figuración pública.
Se refugiaba en su humor ácido, certero, su atajo predilecto para saltar los protocolos, que tanto lo incomodaban, para hacer amigos. Esa aproximación amistosa se podía transformar en un látigo impiadoso: era orgulloso, le era difícil olvidar las ofensas.
Por entonces, en Clarín ya se discutía cómo hacer un suplemento cultural en un diario generalista que fuera, a la vez, riguroso y de acceso masivo. De esos debates intensos, varios años después, nació la revista Ñ, la que hoy está en camino a llegar a su número 1.000, desde que apareció un sábado de septiembre de 2003.
Ñ fue su creación más sublime. Como editor, hizo realidad aquello que tantas veces se había debatido, esa idea que seguía allí, agazapada. Juan tomó el proyecto y lo configuró. Puso toda su experiencia y conocimiento periodístico, trabajando en su diseño junto a Antoni Cases, un catalán que tiene mucho más talento que palabras. Se trataba, según Bedoian, de no escuchar a los “coros mínimos, que siempre hablan de lo mismo, es decir de sí mismos”.
A un año de la aparición de Ñ, se preguntaba: “¿Es posible hacer hoy un periodismo cultural en el que los discursos no prevalezcan sobre los hechos, un periodismo capaz de registrar el cruce del saber especializado con el más espontáneo y difuso, transmitir los conocimientos y los gozos sin cortedad de oídos, crear un espacio para fomentar la estrecha relación entre cultura, sociedad y persona?”
Y remataba: “Una revista cultural puede ser un lugar privilegiado si funciona honestamente como puente entre los agentes culturales, las obras y esos lectores; sirve si su mirada es amplia y variada, si se abandona la voluntad de escucha, si es capaz de registrar identidades colectivas, memorias y vanguardias…”.
En otras palabras, desacartonar la cultura, escapando de la endogamia y de las tribus. Construir un lugar sin discriminaciones, de debate plural, sin prejuicios, con temas complejos pero de abordaje simple, que desde el vamos no excluyeran.
Lo logró: una revista cultural que nació con un precio diferencial con el diario, luego se independizó de su nave nodriza, y llegó a vender más de cien mil ejemplares por semana.
Se convirtió en lo que es hoy, una publicación de referencia en el mundo cultural de Hispanoamérica.
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Ha sido demasiado difícil para mí sobreponerme a la pérdida de Juan y escribir esta semblanza de mi amigo, hablar de su vida que ha sido en gran porción mi vida, que ahora se esfuma. Una historia entrelazada en la que ya nada será igual por su ausencia.
© Clarín
Ricardo Kirschbaum - Editor general del diario Clarín.