El atentado más sangriento de los 70
Es un atentado del que no se habla. ¿Por qué la bomba en el comedor policial, con veintitrés personas que murieron destrozadas por horribles heridas mientras almorzaban en el peor atentado de la historia hasta 1994 -por otro lado, una perfecta operación militar de Inteligencia- no interesaba a ningún periodista o historiador?
Por Ceferino Reato
PARA LA GACETA - BUENOS AIRES
Los montoneros usaron una bomba vietnamita para destruir el Casino -que es como los policías llaman al comedor- de la Superintendencia de Seguridad Federal, en la calle Moreno 1.417 del barrio porteño de Monserrat, a una cuadra del Departamento Central de Policía, seis del Congreso y diez de la Casa Rosada, el viernes 2 de julio de 1976 al mediodía, ya en plena dictadura.
Veintitrés personas murieron y otras ciento diez resultaron heridas, varias con secuelas muy graves por las mutilaciones provocadas por la onda expansiva de ese tipo de bombas, mientras comían los platos buenos, abundantes y baratos del comedor, que también estaba abierto a empleados de negocios y empresas del barrio.
Montoneros afirmaba que buscaba eliminar preferentemente al personal superior de la Policía Federal, en tanto “centro de gravedad” de la represión ilegal de la dictadura, pero de los veintitrés muertos solo dos eran oficiales y de muy baja graduación. Siete de las víctimas fatales ni siquiera cumplían tareas policiales: el encargado del comedor, el cajero, un mozo, un enfermero, un bombero, un suboficial retirado que estaba haciendo su changa de repartidor de pan y una empleada de YPF. Hubo cinco mujeres entre los fallecidos.
Fue el atentado más sangriento de los 70 -una década plagada de muertes- pero también de la historia del país hasta el 18 de julio de 1994, cuando un coche bomba destruyó la AMIA y dejó ochenta y cinco víctimas fatales. Mató más que el ataque terrorista contra la embajada de Israel, de 1992. Y habría matado más aún si Montoneros hubiera logrado su propósito original de derribar todo el edificio.
Fuera de nuestras fronteras, continúa siendo el mayor atentado contra una dependencia policial en todo el mundo. Ninguna otra policía recibió un golpe así.
Desde un punto de vista estrictamente militar, el atentado fue una obra maestra del muy eficiente servicio de Inteligencia e Informaciones de Montoneros, y de la secretaría Militar de la cúpula guerrillera, de la cual dependía en forma directa. Y una prueba de por qué Montoneros se había convertido el año anterior, en 1975, en la guerrilla urbana más poderosa en toda la historia de América Latina.
Todos los policías habían ido a comer alguna vez al Casino de Seguridad Federal; por lo tanto, todos se consideraron sobrevivientes de la masacre. Para ellos, fue una bisagra en sus vidas, ligadas fuertemente a “la institución”, las dos palabras que sus miembros siguen utilizando para referirse a la Policía Federal.
Además del dolor por la gran cantidad de muertos y heridos, para la Policía Federal -y para el gobierno militar, al cual estaba subordinado sin intermediarios-, fue una gran humillación: Montoneros había logrado penetrar en el edificio de Seguridad Federal, que era el núcleo duro del dispositivo organizado desde hacía una década y media para vigilar, infiltrar, controlar y reprimir a los grupos guerrilleros, no solo en la capital del país. Allí funcionaba la Dirección General de Inteligencia, uno de cuyos tres departamentos era Contrainteligencia, que fue burlada por “los subversivos”, como se les decía en aquellos años de plomo.
Hacía más de tres meses que la dictadura había comenzado y el comedor estaba localizado en la planta baja de un edificio en el cual ya había celdas diminutas -¨tubos”- en un par de pisos, ocultas al público y a la mayoría del personal policial; allí se torturaba a detenidos desaparecidos, que no estaban asentados en el registro oficial de presos, según comprobó el Nunca Más, el informe final de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep).
A pesar de todas esas características que lo vuelven un hecho periodístico único, es un atentado del que no se habla. No hay -hasta ahora- ningún libro ni, mucho menos, un documental. En los aniversarios de la masacre del comedor policial, apenas aparece una noticia suelta en algunos diarios.
Salió sí el tema en todos los medios de comunicación cuando la Justicia -primero la jueza federal María Servini de Cubría en 2006 y luego la Corte Suprema en 2012- rechazó una denuncia contra los presuntos autores del atentado, entre ellos el ex número uno de Montoneros, Mario Eduardo Firmenich, Pepe, y el periodista Horacio Verbitsky, que fue miembro del aparato de Inteligencia e Informaciones de ese grupo guerrillero.
Todas las instancias judiciales coincidieron en que el ataque no debía ser ni siquiera investigado porque había pasado demasiado tiempo y, en consecuencia, estaba prescripto. No fue considerado un delito de lesa humanidad, como solicitaban los abogados de algunas de las víctimas del estrago, sino un delito común.
Y esa siguió siendo la interpretación de la Justicia cuando en noviembre de 2021 un grupo de abogados solicitó nuevamente que se castigara a sus autores.
De esta manera, al finalizar este libro el ataque más sangriento de los 70 seguía sin haber sido investigado nunca por la Justicia: no lo fue durante la dictadura y tampoco desde el retorno a la democracia, el 10 de diciembre de 1983.
¿Por qué la bomba en el comedor policial, con veintitrés personas que murieron destrozadas por horribles heridas mientras almorzaban en el peor atentado de la historia hasta 1994 -por otro lado, una perfecta operación militar de Inteligencia- no interesaba a ningún periodista o historiador?
Creo que un libro como este no entra en el paradigma que todavía predomina en el abordaje de nuestra historia reciente por parte del periodismo y también de los historiadores. La masacre en el comedor es un hecho maldito, castigado, cancelado; no se debe escribir sobre ella.
Desarrollé el tema de los paradigmas en la Introducción de mi libro Operación Traviata, a la cual remito. Solo enfatizaré aquí que, como decía el profesor Thomas S. Kuhn, el paradigma orienta a cada uno de los miembros de una comunidad en todo el sentido de la palabra: les señala cuáles hechos merecen ser investigados y cuáles no.
Kuhn se refiere a los científicos y yo me permití extrapolar el concepto a los periodistas; en su opinión, el día a día de las comunidades científicas es más aburrido de lo que se cree ya que “no aspiran a producir novedades importantes, sino solo a aumentar el alcance y la precisión con la que puede aplicarse el paradigma”.
En el caso del paradigma todavía dominante sobre los 70, tan fomentado por el kirchnerismo, se trata de consolidar el relato sobre lo que pasó en aquella década: una lucha entre buenos y malos, entre militantes idealistas que encarnaban los verdaderos intereses del pueblo contra militares y policías armados por las oligarquías locales y sus mandantes del imperialismo estadounidense, con la complicidad de los monopolios periodísticos, los políticos corruptos, los sindicalistas traidores y la clase media colonizada.
En su versión más pura, el paradigma oficialista determina que conviene abundar en hechos y situaciones que ensalcen a los guerrilleros, transformándolos en defensores de la democracia y los derechos humanos; en fervientes luchadores contra la dictadura y el terrorismo de Estado. Nos indica básicamente que tenemos que escribir bien sobre los buenos y mal sobre los malos. Y que, si debemos elaborar un libro sobre un hecho polémico de las guerrillas -un secuestro, por ejemplo-, ocultemos algunas cuestiones que pongan en duda las virtudes esencialmente heroicas de aquella juventud maravillosa.
Ese paradigma nos señala, además, que no debemos referirnos a los pagos que pudieran haber recibido los guerrilleros o sus herederos en virtud de las cinco “leyes de reparación patrimonial para víctimas del terrorismo de Estado”, sancionadas por el Congreso desde 1994 -con el consenso de casi todos los legisladores- y de sentencias judiciales que ampliaron la interpretación de esas normas. Ni, mucho menos, a la llamativa ausencia de indemnizaciones, subsidios o pensiones graciables para las víctimas de los grupos guerrilleros, tanto en la dictadura como durante la democracia.
Esta manera de abordar los 70 no es tan hegemónica como cuando publiqué Operación Traviata, en 2008, en buena parte porque el público consumió ya todos los libros, documentales y películas que podían ser elaborados bajo ese paraguas ideológico, y las editoriales necesitan publicar textos que atraigan lectores.
Distinto es el negocio de las películas, que depende básicamente del subsidio del Estado y de la comisión de notables que evalúa los proyectos. Pero, los productores y directores suelen ser personas sumamente prudentes -algunos son osados, pero solo en las redes sociales- y ni siquiera se molestan en acercar propuestas que vayan contra la corriente.
Si bien el paradigma oficialista ya no tiene tanta fuerza, sigue dominando e inhibiendo temas como la bomba montonera al Casino de la Superintendencia de Seguridad Federal porque es un hecho que resulta difícil de justificar aún para los periodistas e historiadores más militantes.
En realidad, Seguridad Federal no era un organismo muy apreciado por los porteños. Primero como Coordinación Federal -“Coordina” en la jerga- y luego con su nombre definitivo, fue la “política política” de todos los gobiernos luego de la creación de la Policía Federal, que comenzó a funcionar el 1° de enero de 1945.
Como ya venía sucediendo con la “Sección Especial” de su predecesora, la Policía de la Capital, Seguridad Federal era la dependencia que se ocupaba de la represión de los militantes políticos, sindicales y sociales que se oponían al gobierno de turno, entre otras tareas.
Hacia 1976, en casi todos los gobiernos anteriores a la última dictadura -hubo excepciones- se había torturado allí a disidentes. Por ejemplo, en las primeras presidencias del general Juan Domingo Perón, entre 1946 y 1955.
Pero, a pesar de que Seguridad Federal era visto por muchos como un lugar tenebroso, oscuro, de esos que era mejor no conocer nunca, la voladura del comedor no provocó ninguna algarabía popular; por el contrario, fue visto como un ataque terrorista que mató e hirió a un montón de gente que en el momento del ataque estaba almorzando, indefensa.
Este punto abre un debate que los ex guerrilleros y sus simpatizantes evitan como la peste: si practicaron o no actos de terrorismo, si fueron o no terroristas.
Sobre el terrorismo de Estado de la dictadura ya se ha escrito y hablado mucho, y es una frase que no se discute, pero lo que podríamos llamar el terrorismo civil de las guerrillas es una calificación que no se usa en el debate público, salvo por algunos sectores que defienden, de alguna manera u otra, en todo o en parte, al último gobierno militar.
Es que la palabra terrorismo impugna ya de por sí a la persona o al grupo al que se la aplica; lo estigmatiza. Integra el grupo de palabras que son muy útiles para los textos militantes o de facción, pero no para los escritos periodísticos, que aspiran a atraer lectores de todos los bandos y a desentrañar lo que pasó, más allá de los juicios de valor.
Como periodista y escritor, no uso la palabra “terrorismo” porque siento que tiene una carga negativa muy fuerte, que contamina de antemano cualquier crónica o análisis. Evito la frase “terrorismo de Estado” por el mismo motivo.
Pero, en esta Introducción, no se puede esquivar una pregunta obvia: la bomba al comedor policial, ¿fue un acto de terrorismo o no?
En principio, una bomba es la firma, el autógrafo, del terrorismo; el símbolo de una acción destinada a provocar el terror en un grupo numeroso de personas. Como veremos más adelante, no era lo que señalaba la “doctrina del explosivo” desarrollada por Montoneros.
Avancemos acá un poco más sobre este concepto, tan polémico, que no será utilizado en el resto del libro. Acerca del terrorismo existen muchísimas definiciones; tantas que en las Naciones Unidas no logran ponerse de acuerdo en una sola a pesar de los esfuerzos que vienen realizando desde su fundación, en 1945.
En 1988, los expertos globales Alex Schmid y Albert Jongman analizaron ciento nueve definiciones sobre terrorismo y encontraron que la violencia como medio figuraba en el 83,5 % de los conceptos; el carácter político del hecho, en el 65%, y el propósito de provocar miedo y terror, en el 51%.
En su libro Terrorismo Político, Schmid y Jongman lanzaron la definición que más consenso despierta en el mundo académico: “Es un método que produce angustia basado en una acción violenta repetida por parte de individuos, grupos o agentes del Estado, de forma (semi) clandestina, por razones idiosincrásicas, criminales o políticas, donde -a diferencia del asesinato- el objetivo inmediato de la violencia no es el objetivo final. Las víctimas humanas de la violencia son elegidas al azar (blancos de oportunidad) o de forma selectiva (blancos simbólicos o representativos), y se utilizan como generadoras de un mensaje terrorista. Los procesos de comunicación entre el terrorista (u organización terrorista), las victimas (o amenazados) y los objetivos principales son usados para manipular a estos objetivos o audiencias principales, y convertirlos en blancos del terror, de exigencias o de atención, según se busque su intimidación, su coacción o la propaganda”.
La bomba en el Casino de la Superintendencia Federal fue un acto de terrorismo: los veintitrés muertos resultaron el “objetivo inmediato de la violencia”, pero no “el objetivo final”; fueron utilizados para generar un mensaje por el cual Montoneros buscaba hacerse visible, intimidar y coaccionar a una audiencia mucho más amplia, desde sus enemigos militares y policiales a la sociedad en general.
Dentro del paradigma dominante es complicado aceptar que la voladura del comedor fue un acto terrorista porque supondría admitir que los buenos también hacían cosas malas. Lo mejor es dejar el tema fuera del radar de los libros periodísticos. Como decía Kuhn, “un paradigma es un criterio para seleccionar problemas”.
También es difícil para los periodistas e historiadores alineados con el relato oficial sobre los 70 justificar y mucho más elogiar a los militantes que diseñaron y ejecutaron el ataque a la Policía Federal.
El autor material fue el agente José María Salgado, Pepe, un joven de clase media alta de Olivos, en el norte del Gran Buenos Aires; hijo de un abogado y sobrino de un general; excelente estudiante de Ingeniería Electrónica. Un “traidor” para los policías; un “héroe” para los montoneros.
Pepe Salgado nos muestra por qué un joven que lo tenía todo se vuelca primero al peronismo y luego a la lucha armada, y a los veintiún años decide matar a sangre fría a personas indefensas, a muchas de las cuales se las habrá cruzado en el comedor o en algún pasillo del Departamento Central de Policía, donde trabajaba.
La onda expansiva de la violencia que desató terminó alcanzándolo también a él, primero en su cautiverio en las mazmorras de la ESMA y luego bajo la forma de una muerte horrible, fraguada por el gobierno militar como un tiroteo con la policía que nunca existió.
Pepe Salgado era uno de los recursos más preciosos del servicio de Inteligencia e Informaciones, subordinado directamente a Rodolfo Walsh, un periodista y escritor de prestigio, muy conocido por el gran público, tanto que muchas modelos y celebrities de la época presumían que era su autor favorito en los almuerzos de Mirtha Legrand.
Hoy, es una figura de culto para tantos intelectuales y políticos.
A esta altura no llamará la atención que los años montoneros de Walsh hayan sido eludidos en forma sistemática en casi todos los numerosísimos ensayos y biografías que se le han ofrendado. Y cuando algún autor menciona su paso por Inteligencia, rápidamente aclara que no era el jefe ni nada por el estilo y que ese sector no era -de ningún modo- “la SIDE de los montoneros”.
Sin embargo, Walsh, era el hombre clave de Inteligencia e Informaciones, cuyo rol fue asistir desde las sombras y el secreto -como cualquier aparato de su tipo- a la cúpula de la guerrilla de origen peronista en varias de sus operaciones de mayor relieve, como la masacre en el comedor policial; el atentado mortal contra otro jefe de la Policía Federal, el comisario general Alberto Villar, en 1974, y el secuestro y el cautiverio de los empresarios Jorge y Juan Born, en 1974/75.
Era una de las áreas que mejor funcionaba en Montoneros, como admitían sus propios enemigos, siempre en relación directa con Horacio Mendizábal -Hernán era su nombre de guerra-, secretario Militar y nexo con el resto de la Conducción Nacional del grupo guerrillero, encabezada por Pepe Firmenich y Roberto Perdía, Carlos o Pelado.
Walsh, cuyo nombre de guerra era Esteban, también le dejó a la guerrilla un legado muy valioso: no solo fue el primero que encontró la palabra justa para definir a las víctimas del plan de la dictadura: los desaparecidos, sino que se anticipó en la búsqueda de un número para simbolizar la represión ilegal: “15.000 desaparecidos”. Además, reveló a los guerrilleros y sus simpatizantes que “la guerra está perdida en el plano militar”, pero que podían volver a convertirse “en una alternativa de poder” si encaraban una nueva resistencia popular, esta vez arropados en “la bandera fundamental de los Derechos Humanos”. Un visionario, sin dudas.
Y no fueron meras palabras; lo hizo por escrito, en los meses previos a que fuera acribillado por el Grupo de Tareas 3.3.2 de la Marina, cuarenta y cinco años atrás, el 25 de marzo de 1977, en una cacería a la que fueron llevados algunos detenidos en la ESMA, entre ellos Pepe Salgado, por quien sentía un afecto paternal.
© LA GACETA
Ceferino Reato - Periodista y escritor.