María Eugenia Bestani
Doctora en Humanidades. Profesora de Literatura Anglófona II y III. Facultad de Filosofía y Letras UNT
Hubo un tiempo en que mencionar el nombre del escritor indobritánico Salman Rushdie (nacido en Bombay en 1947, en el seno de una familia musulmana) indefectiblemente nos remitía al edicto religioso conocido como Fatwa, con que el régimen teocrático iraní lo condenó a muerte el 14 de febrero de 1989, por considerar que su libro Versos satánicos era blasfemo. Esto no opacó el interés por su literatura, sus escritos sobre cine, o su agudeza crítica. Siguió recibiendo importantes reconocimientos. Vivió una década oculto, si bien continuó produciendo, y logró que lo lean por su literatura y no por su condición de escritor perseguido, musulmán y combativo, cuya seguridad llegó a costarle al gobierno británico U$ 1,5 millón al año.
Hace unos años, Gran Bretaña e Irán reanudaron relaciones diplomáticas con el público compromiso iraní de no llevar adelante institucionalmente la condena. Pero, aunque el tema se atenuó, no desapareció como amenaza, y prueba de ello es el atentado de ayer, que el mundo mira con consternación.
Para dimensionar su importancia como escritor uno debe remitirse a su obra más famosa: la tetralogía de las novelas “Los hijos de la medianoche” (1981), “Vergüenza” (1983), los “Versos Satánicos” (1988) y “El último suspiro del moro” (1995).
La primera, “Los hijos de la medianoche”, fue galardonada con el premio Booker of Bookers que se otorga cada veinticinco años a la obra más importante en idioma inglés. En ella se fusionan “Las mil y una noches” con “Tristam Shandy” de Laurence Sterne y, entre otras, las narrativas de Charles Dickens, de James Joyce y de Gabriel García Márquez, impregnando lo mítico religioso en el realismo mágico. Rushdie nos lleva a los albores de la India moderna. Justamente, al amanecer del 15 de agosto de 1947, en el instante en que la India declara su independencia, nace Saleem Sinai, un extravagante personaje narigón, que es anunciado y ovacionado por la prensa; hasta el Primer Ministro Nehru le da la bienvenida al mundo. Pero esta coincidencia en su nacimiento produce consecuencias: tiene poderes telepáticos que le posibilitan conectarse con otros “mil hijos de la medianoche”, todos nacidos en la hora primigenia de la independencia. Tiene, además un exacerbado sentido del olfato, lo que causa situaciones hilarantes.
Una mañana de Kashmir, a comienzos de la primavera de 1915, mi abuelo, Aadam Aziz se golpeó la nariz con un montículo de tierra endurecido por la helada cuando intentaba rezar. Tres gotas de sangre brotaron de su orificio nasal izquierdo, al instante se endurecieron en el aire congelado y cayeron ante sus ojos, sobre el tapete para orar, transformadas en rubíes. Balanceándose hacia atrás hasta poder arrodillarse nuevamente con su cabeza erguida, descubrió que las lágrimas que habían saltado de sus ojos también se habían solidificado; y, en ese momento, mientras se sacudía desdeñosamente los diamantes de las pestañas, tomó la decisión de nunca más besar la tierra por ningún dios ni por ningún hombre. (mi traducción)
Vergüenza es la de tono más oscuro; recrea la historia de Pakistán y de la humillación política y humana de la India musulmana. El último suspiro del moro describe una saga familiar a lo largo de generaciones, con el trasfondo histórico de la rendición de Granada.
La más célebre y polémica, “Versos Satánicos”, comienza con la mítica caída desde un avión a tierra, de dos personajes: Gibreel Farisha y Saladin Chamcha. La nave, que había sido secuestrada, estalla sobre el Canal de la Mancha. Los dos supervivientes caen al mar y, a medida que se precipitan, dialogan sobre su pasado. Los juegos del lenguaje, su flexibilidad y humor dan substancia a las creencias religiosas y al mismo tiempo finamente las satiriza. Es en ese diálogo aéreo donde se mencionan (o aluden) los versos del escándalo. Aterrizan en una playa británica, y notan que han sufrido extrañas mutaciones. Uno ha adquirido una aureola de arcángel, y el otro ve con horror cómo crece el vello en sus piernas, los pies se han convertido en cascos, las sienes le abultan como las de un porcino.
De todos los componentes valiosos en su narrativa, se destaca un humor original y único. “No es frecuente que la gente mencione las partes graciosas en mis libros. Quisiera que el aspecto cómico se comente más a menudo”, afirmaba Rushdie en una entrevista. En efecto, el humor que impregna sus relatos es un arma poderosa y subversiva que desacraliza saludablemente los distintos tipos de tiranía, de dominación y de fundamentalismo.